Principio y fin
DE JUEVES A DOMINGO arranca con un plano que será el leit-motiv constante de esta sorprendente opera prima de Dominga Sotomayor. La cámara está adentro, mirando hacia afuera. Ese esquema, que luego se repetirá en autos, carpas y hasta estaciones de servicio, será la forma en la que Sotomayor intentará visualmente cubrir las varias capas de significado que tiene su filme. Ese plano, el primero, es del cuarto de Lucía y se extiende por cuatro minutos. Ella duerme mientras que por la ventana vemos a lo que imaginamos son sus padres llenando el baúl de un auto para un viaje. Vendrán a buscarla a Lucía y a meterla dormida en el coche mientras, a lo lejos, vemos un atisbo de discusión entre ellos dos. “¿Estás seguro que quieres que vaya?”, le pregunta ella a él. Esto no va a ser sencillo…
Casi todo el filme está ahí, resumido en ese plano, el más extenso de todo el filme. En primer plano, el lugar seguro, Lucía, su cama desordenada. Un poco más lejos, sus padres, cuyas discusiones y charlas ella escucha pero no es seguro que alcance a entender del todo. Y más atrás el auto, el viaje, la ruta, el mundo. DE JUEVES A DOMINGO se mantendrá siempre contenida dentro de estos tres espacios de significado.
En un muy controlado y sugerente primer filme, Sotomayor contará un viaje familiar que durará los días que le dan título a la película. Papá Fernando maneja y mamá Ana va a su lado. Lucía, de unos 11 años, va a atrás con su hermano Manuel, de siete. El viaje es al norte de Chile, a ver un terreno de la familia del padre, pero ese destino es más que nada una excusa para pasar unos días juntos. Acaso, para ver qué se puede hacer con ese matrimonio que parece estar encaminado al divorcio. O para despedirse de él…
El punto de vista será en todo momento el de Lucía y su ingreso a ese mundo de conflictos familiares será lateral. En la primera parte del filme, que transcurre casi exclusivamente en el auto -la película puede ser definida como una road movie interior-, Lucía cantará canciones de pop latino ochentoso mientras su hermano se aburre y se queja. Adelante, uno se da cuenta por los breves y secos diálogos, las cosas no están nada bien, aunque ambos (especialmente el padre) hagan esfuerzos por disimularlo. Y el divorcio parece una decisión sin vuelta atrás.
Pararán en una estación de servicio, se encontrarán “casualmente” con conocidos con los que luego compartirán una noche en un camping, estacionarán para ir a un lago a nadar y ese será -resumiendo brutalmente- el fin de semana de la familia y lo que sabremos de ellos. Esos pocos días y situaciones servirán para adentrarse en el mundo de Lucía: en su primera fascinación con el hijo de un amigo de su madre con el que se topa en la ruta, en los sonidos de una relación sexual que llega de otra carpa, en los misterios de las relaciones de los adultos, en el fin de su niñez.
Nuestra información de lo que realmente pasa será sesgada: estamos atados a la capacidad de comprensión de Lucía. Y eso es lo que vuelve fascinante a la película: que si bien nunca sabemos verdaderamente lo que sucede, igualmente entendemos todo. Habrá diálogos y caricias y miradas entre su madre y ese amigo que nos harán pensar que hay algo más ahí de lo que parece. Habrá noticias en la radio del auto -y ruidos y camiones que pasan por la ruta- que nos servirán para darnos cuenta que, fuera del coche familiar, las cosas pueden ser un poco peligrosas. Y habrá otras intrigas que no conviene adelantar, pero que confunden y mucho a Lucía.
Es que, además de ser un filme sobre la descomposición de una familia, este inteligente y sugestivo debut es una mirada comprensiva y compasiva al mundo de su protagonista, que atraviesa el fin de su infancia, de su inocencia, y se enfrenta a una nueva etapa en su vida en la que las seguridades de la niñez desaparecen. Y, con eso, también salen a la luz emociones nuevas que todavía no alcanzan a tener nombre. Un capítulo familiar se cierra, se desvanece, vuela por los aires y empieza otro, inasible y misterioso, en el que tendrá que aprender a manejarse por sus propios medios.
Más allá de esa forma sensible de acercarse a la descomposición familiar a través de los ojos de una preadolescente en un estilo que recuerda y mucho al de Celina Murga, el filme chileno tiene una rigurosidad muy específica en la puesta en escena y en la fotografía de Bárbara Alvarez (LA MUJER SIN CABEZA). Los planos tienden a ser largos y a incorporar diversos elementos en perspectiva, y algo parecido pasa con el uso de espejos y reflejos (del vidrio del auto, de la estación de servicio). Sotomayor y Alvarez logran así captar, sin casi mover la cámara y respetando casi siempre el punto de vista de Lucía, las capas de significado personal, familiar y social que tiene el filme.
Y eso será así hasta que ese mundo, finalmente, se achate, y en un plano lejano la familia aparezca allí sola, desconectada del mundo y como abandonada a su suerte, en lo que puede ser su origen y también su final. O el cierre de una etapa y el comienzo de otra.