Road movie de una familia en disolución
Uno de los mayores aciertos del film es contar su historia desde los ojos de una niña de diez años espléndidamente interpretada por Santi Ahumada. Así se irá construyendo el último viaje de un matrimonio que ni siquiera se reprocha las razones de su separación.
“¿No será el cabro que nos cruzamos en el río?”, le pregunta Ana a su marido Fernando, cuando escuchan por la radio que un motociclista murió en un accidente rutero. La muerte parece estar muy presente para ambos y sus hijos: en algún momento bajan del auto, para visitar el altar levantado en memoria de un chico atropellado. Más tarde, la pequeña Lucía se pega flor de susto cuando papá se roba unas frutas de un árbol y el propietario tira unos tiros al aire. No es que Fernando, Ana, Lucía y Manuel vivan en el terror, ni tampoco que algún miembro de la familia tenga alguna enfermedad grave. La muerte que roza sus fantasías parecería ser más metafórica: la de los cuatro tal como funcionaron hasta ahora, como grupo homogéneo que vive bajo el mismo techo. Aunque todavía no lo hayan hablado con los chicos, Ana y Fernando tienen decidida su separación, este viaje es el último que hacen juntos. Y Lucía, perceptiva como toda niña, ha sabido advertirlo, mientras el pequeño Manuel, varón al fin, juega sin enterarse de nada.
Desde los ojos de Lucía (extraordinaria Santi Ahumada, una de esas chicas que no necesitan forzar la expresividad para expresar todo con gracia y hondura) está enteramente narrada De jueves a domingo, road movie familiar que representa el debut cinematográfico de la menos que treintañera realizadora chilena Dominga Sotomayor. Ganadora de premios en Rotterdam y otros festivales, exhibida en el Bafici 2012, De jueves a domingo hace de la concentración y la elipsis sus herramientas cinematográficas. Concentración temporal, señalada ya desde el título, y espacial: la mayor parte de la película transcurre dentro del auto de la familia. La elipsis es producto de la consecuencia de la realizadora para con el punto de vista adoptado. Que es el de Lucía: todo lo que sabe el espectador es lo que sabe ella. Y ella, más que saber, arma un pequeño rompecabezas con lo que oye, lo que ve y lo que, en sentido figurado, “huele”.
Una realizadora, una pequeña protagonista: en la entrevista concedida el martes pasado a Página/12, Sotomayor, que acaba de ser jurado en el Bafici, reconoce que la primera idea para su película provino de una vieja foto, en la que se ve a ella y su primo sobre el portaequipajes de un auto. Es lo que sucede, en un momento, con Lucía, que tiene diez años, y Manuel, que tiene tres menos. Aunque en términos de maduración la diferencia parecería mucho mayor. Papá los ata con sogas, como a equipajes, y allá van ambos, contra el viento, demostrando que Ana y Fernando no son de esos padres que tienen miedo de que a los hijos les pase de todo. Tampoco son de los que no tienen problemas en ventilar los suyos delante de los hijos, como si éstos fueran capaces de asimilar cualquier cosa. Por eso, cuando Ana le comenta a Fernando que parece que la doméstica es chorra, lo hace en voz baja y en inglés. Lo cual para lo único que sirve es para que Lucía pare la oreja, claro.
Ni qué hablar de cuando Ana y Fernando hacen alguna mención a un departamento que le prestarían a él por un tiempo, hasta que logre construir una casa en un lote que perteneció a sus padres y que queda al norte de Chile. Hacia ese lote vacío viaja toda la familia, ese fin de semana largo. La muerte, el vacío: falta una tercera metáfora de las fantasías familiares, el desierto. Es notable el modo en que el relato se desplaza hacia allí, tras atravesar el fértil, bello paisaje del centro de Chile, lleno de pasturas, bosques y arroyos y con los imponentes Andes al fondo. Todo ello magníficamente fotografiado y encuadrado por la uruguaya Bárbara Alvarez, cuya foja de servicios va de 25 watts a La mujer sin cabeza, pasando por Whisky y El custodio. Lo notable de ese pasaje de escenarios es que no cede un ápice al subrayado metafórico. Sólo está, para quien quiera o pueda verlo: De jueves a domingo pide un espectador atento a todo lo que sucede, a todo lo que se ve. Tan atento como Lucía.
El rigor de Sotomayor no es sinónimo de rigorismo moral: si la familia se está disolviendo, no es culpa de nadie, sino algo que sucede, nomás. Ni siquiera se sabe cuál es el motivo de la separación. Que Ana y Fernando no se hagan reproches envenenados, que no se echen nada en cara, hace pensar que no hay un motivo puntual, sino que simplemente la cosa dejó de funcionar entre ellos. Si todo está tan bien en De jueves a domingo, ¿por qué calificarla entonces con un 7, en lugar de un 8? Porque Sotomayor impone, en relación con los personajes, una distancia que no facilita el paso a lo emocional. Esa es tal vez la mayor diferencia con el film uruguayo Tanta agua, visto en el último Bafici, que trabajando sobre una situación semejante, y eligiendo el mismo punto de vista, permite que el espectador se sienta ahí, compartiendo el viaje de los protagonistas.