De jueves a domingo es una película como esas que uno tiene grabadas en su mente, sólo que en forma de recuerdos. Los viajes, de la mano de los eternos juegos de adivinar colores, peleas con hermanos, aburrimiento y sándwiches de pan lactal, tienen toda una estética que Sotomayor recrea con suma calidad y fluidez. Lo particular se encuentra aquí en que los padres de esta familia de viajantes están casi a punto de separarse, y la tensión entre ellos ya es imposible de esconder. Lucía, la hija mayor de ambos, observa cómo se acercan, se alejan e interactúan con otras personas, con la sensibilidad y la desesperación por entender el funcionamiento de las relaciones típicos de una niña de su edad. El recorrido resulta al fin una búsqueda constante de la mirada recortada pero siempre atenta (y muchas veces subestimada) de los niños, todo en un contexto vacacional en el que los vínculos no tienen más opción que la de desarrollarse, ya sea para bien o para mal. El guión, así como la forma en que está interpretado y la fotografía y el montaje que lo organizan en el cuadro son no solamente acertados sino también admirables. El reflejo de su eficiencia se encuentra concentrado en el final, dentro de aquel gran plano en el que la familia llega a un lugar desértico, ansiado destino en donde sólo parece habitar una incertidumbre que va desapareciendo. Una película deslumbrante sobre la fragilidad y la fortaleza de los lazos familiares en el contexto de su eterna prueba a superar: las vacaciones