El poder de un hombre anónimo
El director Gustavo Triviño debuta con "De martes a martes", una película que aborda distintos niveles de violencia con imágenes elocuentes.
La idea de opera prima aplicada a De martes a martes, del director Gustavo Triviño, es una verdad a medias. De larga experiencia como operador de steadycam (cámara que se utiliza para narrar desde el punto de vista del personaje), Triviño ofrece un relato en el que las imágenes cuentan más que las palabras y, además, se ocupan de un personaje elocuente por su sola presencia.
El actor Pablo Pinto es el operario que sueña con tener su propio gimnasio. Entrena todos los días pero para el entorno de la fábrica es un tipo sin vida, autómata silencioso, un misterio que los compañeros evalúan con malicia.
De martes a martes narra esa semana en que la vida de Juan Benítez cambia para siempre.
El personaje lleva adelante una rutina inalterable: gimnasio, quiosco, fábrica, su casa, con horas extras y changas en la puerta de alguna fiesta privada. Todo esfuerzo es poco porque el proyecto es caro.
La película de Triviño tiene tiempos morosos en el registro de pequeñas variaciones de los movimientos del hombre. La fotografía y la dirección de arte son aliados de esa austeridad narrativa.
Benítez es maltratado por el supervisor (exacerbado Daniel Valenzuela) y burlado por los demás. También para la chica del quiosco (Malena Sánchez) es un caso inabordable cada vez que compra barritas de cereal y un huevito Kinder.
La historia se vale de pocos personajes imprescindibles. Hay una escena notable, casi un unipersonal de Roly Serrano en el rol del vendedor de las máquinas.
Nada sobra en el relato de Triviño. Benítez es un hombre metódico y prolijo que no se distrae con nada. A lo sumo se para en el puente sobre la autopista a mirar la marea de autos allá abajo. Vaya a saber qué piensa ese grandote tímido.
Un hecho aberrante y la oportunidad de ser testigo involuntario, lo relaciona con un arquitecto rico (Alejandro Awada). La paciencia y la economía de movimientos son virtudes que Benítez aprovechará con naturalidad.
El hombre insignificante se ubica en la encrucijada ética e involucra al espectador. La cámara que ha registrado cada músculo de su cara devuelve una nueva mirada. La luz le llega de otro modo cuando toma la decisión. El espectador lo acompaña en cada paso, en ese quiebre de la rutina. El director evita grandes gestos o discursos, y expone honestamente las limitaciones de un hombre para convertirse en héroe.