víctimas y victimarios
Hay dos películas que coexisten en esta ópera prima de Gustavo Triviño ya exhibida en el Festival de Mar del plata, por un lado el retrato intimista de un personaje en latente ebullición con un conflicto interior, a quien todo lo que lo rodea lo condiciona al rol de víctima y por otro un quiebre de registro en la búsqueda genuina de un género para desarrollar un dilema moral como consecuencia de un acto atroz.
Esa amalgama de elementos, bien equilibrada, define las coordenadas de este micro universo que se presenta como escenario en De martes a martes, con el agregado de una manifiesta huida de los convencionalismos y de las linealidades que pueden definir los rumbos de ciertas películas que construyen en el elemento de la venganza personal una subtrama lo suficientemente atractiva pero se olvidan del desarrollo de las motivaciones que llevaron a ese camino, así como las consecuencias ante los actos.
Todo camino que implique un dilema de tipo moral como el que atraviesa el protagonista (Pablo Pinto), un fornido joven que a gatas sobrevive y mantiene una familia con un trabajo donde un jefe abusivo (Daniel Valenzuela) utiliza su pequeña cuota de poder y lo humilla cada vez que puede o simplemente recibe maltrato cuando no demuestra un costado sumiso, implica un doble sentido y de la dirección que se elija depende el resultado de ese planteo original.
En ese punto de inflexión; en la elección del camino es donde el debutante Gustavo Triviño transita con enorme lucidez, pulso narrativo y sensibilidad hacia sus personajes para impregnar en su historia y dejar una marca muy singular que se despoja del lugar común porque propone indagar en la profundidad y no caminar hacia los bordes que casi siempre alejan más que servir como guía o mapa ante la encrucijada.
La primera mitad de la trama nos presenta el derrotero de un hombre ordinario motivado únicamente por un sueño de tener un gimnasio propio para poder cultivar su cuerpo y fortalecer sus músculos, algo que por el momento resulta inalcanzable –lo consigue apenas unas horas como vía de escape de su actividad laboral- si es que continúa atascado en su rutinaria y gris existencia.
Juan Benítez parece destinado a repetir una y otra vez su rol de víctima pero un golpe de la realidad completamente verosímil lo pone en otro lugar sin siquiera proponérselo: es testigo de una violación a una kiosquera que conoce y no puede salvar, aunque sí encontrar en esa situación límite la llave transformadora y así convertirse por primera vez en victimario del violador (Alejandro Awada), mediante un chantaje económico en un interesante intercambio de roles donde alguien que pensaba con la impunidad del victimario pasa a ocupar el vulnerable lugar de víctima y viceversa.
Culpa, oportunismo, individualismo y más preguntas que respuestas actúan como fuerzas centrifugas y centrípetas en este relato sin moraleja ni fábulas subrepticias que no apela a los recursos de la redención o a la mirada que juzga a sus criaturas pero que sabe hacia dónde apuntar cuando necesita tensión o bajar decibeles en procura de las motivaciones o sensaciones emocionales de cada personaje donde es de destacarse el debut protagónico de Pablo Pinto y su contenida expresividad.