MADRE NO HAY UNA SOLA
En la película De nuevo otra vez de Romina Paula hay muchas ideas, entre ellas la maternidad, y no precisamente como “un santo grial”, tal como expresa la voz de su protagonista. Y en ese camino de desnudar parte de la intimidad frente a la cámara, el primer paso es una ruptura, la de la propia identidad, en tanto mujer, pareja y madre. En el momento en que se produce el quiebre, comienza la búsqueda y se inicia el itinerario para recuperar, entender y reparar aquello que se pierde en apariencia. La alternancia es el principio que rige la construcción expresiva. Por un lado, la historia de una mujer de cuarenta años que acude a la casa de su madre por un tiempo con su pequeño hijo Ramón. Ha tomado distancia de su marido Javi y la casa de la abuela es un buen punto para tomar la otra distancia, la que supone una mirada hacia el propio cuerpo y a la misma existencia como si fueran esos otros a deconstruir. Sentada en el baño, la joven escucha los audios que le ha mandado a su amiga en relación a cómo se siente en relación a ser madre. Es un acto más en este proceso de exploración personal, una forma de apartarse del camino de la vida (“porque de lo que se trata es de correr”) para mirar desde un costado. Suspender y ver qué pasa. Simultáneamente, la operatoria incluye la historia familiar, la descendencia alemana y la llegada al país. Una sucesión de fotos darán cuenta del pasado y una disposición de decorados con personajes allegados hablando a cámara forjarán escenarios posibles fundados en deseos. Si algo parece claro es que del mismo modo en que no puede haber una identidad de madre concebida en términos patriarcales, tampoco habrá una historia narrada con parámetros industriales.
En De nuevo otra vez, hay un descentramiento productivo y una lógica que no admite la representación de la maternidad desde los discursos tradicionales y conservadores. Incluso pone en cuestión la mirada que se funda en la propia anatomía femenina. Decía Simone de Beauvior que “No se nace mujer, se llega a serlo”. En este sentido, la película apuesta a la autoficción como un modo posible y eficaz para desarmar mandatos. Frente al mito, aquí hay una madre que se hace, se cuestiona, que desea (más allá de su pareja y del sexo de su pareja), que no se muestra segura, que puede convivir a la distancia sin que ello implique una tortura ni sea la excusa para otra de las histerias endilgadas a la mujer, que prueba, que se interroga y que no elige cerrar con certezas. El tramo final (que en la lógica establecida por el montaje podría estar ubicado al principio) da cuenta de que el tiempo de la película es gerundial, un presente continuo, donde el sujeto se construye a medida que aparece, en la naturalidad de los espacios cotidianos con Angela y Ramón, con un alumno, con sus amigas, y revisa verbalmente esos actos que lleva a cabo y los que la atraviesan.
Todo lo anterior supone un desafío que consiste en ver los modos de configurar y organizar estéticamente las ideas. Al respecto, puede que algunos procedimientos se destaquen más que otros, o que ya hayan sido transitados en una importante cantidad de docudramas familiares. No obstante, en el resultado final, sí se advierte una honestidad brutal por parte de la directora, actriz y madre, un rol triplicado que no debe ser fácil de llevar a cabo y aquí fluye sin inconvenientes. Tampoco existe un regodeo en el narcisismo puesto que las preguntas apuntan al propio ejercicio de representación: ¿para que se retrata una familia?, ¿para qué se registra uno en el cine? Estos son algunos interrogantes que involucran el plano artístico. Los otros son los que seguirán planteando “la revolución de las hijas”.