El árbol y el pájaro
La nueva película Elia Suleiman es un maravilloso tratado sobre las formas de ver. Cada escena está organizada para que los espectadores vean de nuevo lo que ya creen conocer. El cineasta vuelve a demostrar su capacidad para diseccionar situaciones absurdas en la vida cotidiana y luego hacerlas brillar en todas las direcciones posibles. La lentitud, el silencio y el humor son las armas que utiliza incansablemente desde hace veinticinco años: el humor de los débiles, sutiles y desesperados. Con una mezcla singular de Jacques Tati y Nanni Moretti, Suleiman crea y encarna un personaje de ojos tristes, custodio de una ira interior que lo ha hecho mudo: un observador impávido, aunque poderosamente subversivo, de un mundo elevado a la omnipotente estupidez de los check-points de los aeropuertos. Creíamos que el cine de Elia estaba restringido a ese territorio tan real como fantástico llamado Palestina, pero esta vez se va volando a otra parte.
De repente, el paraíso comienza nuevamente en Nazaret con una sucesión de escenas cómicas que cuentan al mismo tiempo lo absurdo del mundo contemporáneo, la opresión israelí, los delirios guerreros y la mezquindad humana. La búsqueda de subsidios dirige el trayecto de la película y le permite a Suleiman esclarecer su idea acerca de que el mundo se ha convertido en un microcosmos de Palestina. Las disputas de barrio y la violencia apenas sugerida en la primera parte encuentran ecos en las dedicadas a los dos polos del mundo occidental. La familiaridad aterradora de una París vaciada de sus habitantes e invadida por tanques y aviones militares para el 14 de julio, o Nueva York convertida en un desfile de monstruos en una noche de Halloween. El cineasta comienza a observar al mundo del mismo modo que el mundo mira a los palestinos.
Suleiman crea una forma expresiva perfectamente adaptada a un personaje obligado a vivir al margen de su vida: un contrapunto mudo que expresa todo su desconcierto con un leve movimiento de cejas. Las máscaras, los signos, los disfraces y los logos susurran el descenso a una mediocridad sumisa. El protagonista está inmerso en una sucesión de gags lúcidos y sutiles en los que por momentos observa y otras veces se ve atrapado en algún engranaje. Una coreografía de cuerpos y miradas, una geometría risueña al límite la tragedia, un onirismo extraño que dice la verdad con los recursos del fantástico. Pero la verdadera naturaleza dual de nuestro héroe se manifiesta a través de dos protagonistas importantes que tampoco utilizan la palabra: un increíble pájaro bromista y un limonero que a pesar de los saqueos mantiene sus raíces. Pocas veces el cine, con una ligereza y un humor tan singulares, logra transmitir un sentimiento de exilio interior sin dejar de mirar a los ojos una realidad pavorosa.