Un observador de gestos bellos y absurdos. La humorada inicial expresa cabalmente el admirable estilo del director: el enojo de un sacerdote ante quienes obstaculizan una ceremonia religiosa podría filmarse de muchas maneras, pero el tratamiento del color, la distribución de los personajes en el plano, el uso del fuera de campo y los planos detalle hacen de una simple broma algo más elaborado y disfrutable, en términos visuales y sonoros.
Director y autor del guión, el palestino Elia Suleiman –de quien se había estrenado en salas de Argentina, en 2003, la notable Intervención divina– es también el actor protagonista, si bien puede decirse que se interpreta a sí mismo, viajando de su ciudad Nazaret a París y Nueva York. El motivo de ese itinerario parece ser un proyecto cinematográfico (tal vez el mismo film al que nos estamos refiriendo), pero también su interés por ver cómo se vive en otras ciudades del mundo.
Ver: de eso se trata, precisamente. O mirar, mejor dicho. Como un chico tratando de comprender el mundo que lo rodea, mientras camina, bebe en distintos bares o se asoma por un balcón o una ventana, casi sin hablar, Suleiman contempla una sucesión de gestos y acciones a veces desconcertantes, que lo llevan –a él y, asimismo, al espectador– a reflexionar. Los episodios van produciéndose uno tras otro, volviéndose ocasionalmente a alguno de ellos, casi como en un juego. O como en la memoria.
Suscitando pensamientos pero también sorpresa y sonrisas, esa cadena de pequeños eventos y sensaciones abarca apuntes irónicos sobre el hecho de ser ciudadano palestino, sobre cerradas tradiciones, sobre la violencia y el control en las ciudades (aviones, tanques y móviles policiales atraviesan el plano o la banda de sonido a cada momento), sobre los franceses (el glamour dulzón de sus mujeres, la limitada hospitalidad con los desamparados) y los estadounidenses (el uso de armas en la vida cotidiana, la apariencia displicente y diversa de los estudiantes), y hasta sobre las dificultades para financiar películas como ésta.
Algunas situaciones, como la del vecino apropiándose progresivamente del limonero, apuestan al absurdo, con una gracia que probablemente no aprecien quienes sólo se divierten con películas en la que todo aparece sobreexplicado. Las que incluyen al actor francés Grégoire Colin y a su par mexicano Gael García Bernal no son precisamente las más estimulantes (en este último caso porque el sarcasmo es expresado en voz alta, a través de una comunicación telefónica), en tanto otras exhiben una sutileza y encanto singulares, como la imagen que reúne perspicazmente a una mujer limpiando y a un desfile de modelos, la ocurrencia para no extender con aplausos una larguísima mesa de expositores, o el repetido movimiento del protagonista apartando un pajarito que interfiere en su trabajo (como si fuera el rodillo de una máquina de escribir).
El modo elegido por Suleiman para expresar sus cuestionamientos, sus temores o sus dudas lo llevó a ser comparado, razonablemente, con Chaplin, Keaton, Pierre Étaix o Jacques Tati. Vuelca lo que piensa con ingenio, sin ceder en ningún momento a consignas exaltadas o a la didáctica televisiva: bien puede decirse que en cada uno de los planos fijos de De repente, el paraíso, en la manera de articularlos o de hacerlos cruzar por personas o vehículos, o en el uso mismo de la música, hay cine auténtico.