Han vuelto los niños
De vuelta a la vida (The boys are back, 2009) está basada en las memorias de Simon Carr quien enviudó con dos hijos en su haber y escribió acerca del periodo de reevaluación e introspección que sucedió a la tragedia, su “vuelta a la vida”. Clive Owen le interpreta como a un ser inmaduro pero bienintencionado que deberá aprender a tratar y conectar con su pequeño hijo Artie, y con Harry, el mayor, fruto de un viejo divorcio anclado en Inglaterra.
La película es de un ritmo narrativo moroso, usualmente al son de los lamentos de la banda islándica Sigur Rós y largos planos del viento meciendo pasturas mientras cae el sol. El tono predominante es de melancolía subsanada -Joe habla en voice over, desde un presente mejor, aparentemente- pero ésta queda intercalada con las idas y vueltas de los hijos de Joe, sobre quienes pivota la mayor parte de la acción.
Artie derrocha energía y vivacidad como el menor. No es excesivamente tierno ni agradable, ni provee a su padre de sabios consejos como otros pequeños hechos de celuloide. Habla en código niño: sin filtro, con inocencia perturbadora. Su padre le dice que mamá va a dormir el sueño eterno. Arthur se encoge de hombros y sale a jugar con la tirolesa del jardín. Más tarde va a despertar a la abuela con un muy casual “Mamá ya se murió”, como quien esperaba lluvia.
Harry es más grande y ya capaz de resentir y recriminar. Joe les dejó a él y a su madre para “jugar a la familia feliz” en Australia. Se muda allá a media película, como para facilitarle los problemas a su padre, que se le han duplicado las responsabilidades y ya le cuesta mantener la casa, el trabajo y a Laura (Emma Booth), mamá de jardín y romance en potencia.
Sería muy fácil resbalar y caer en el sensiblero lugar común de lágrimas e historias reconfortantes acerca de dramas familiares y los giros de vida que suscitan (esas “películas Hallmark”, como alguna vez se las llamó peyorativamente), pero en mayor o menor medida la película sortea estos vaivenes. El triunfo se lo llevan por un lado Scott Hicks (director) y su diestro manejo del dúo infantil, y por otro, Clive Owen (que también produce).
Owen es un actor infravalorado, típicamente encasillado como espía, superagente, hombre de acción o maestro criminal (en parte por su acento bretón, en parte por esa mirada gélida). Últimamente ha desplegado un abanico de talento con papeles más demandantes, y aquí se esmera dando vida a Carr/Warr, un hombre buscando balance por donde debe pero no como debe.
La película está basada en una historia real. Quedamos pues advertidos de la tristeza, la frustración, la nostalgia, la dificultad y la amargura de lo que se viene, moteado aquí y allí con un poco de risa, un poco de esperanza, algo de amor. Sólo dos cosas faltan: la sorpresa y el aburrimiento.