Un cuento de hadas con moraleja
Con típica prosa engolosinada, reza la gacetilla de prensa que el británico Clive Owen se interesó por el libro autobiográfico del periodista Simon Carr, The Boys Are Back, al leer apenas cuatro páginas del guión que se transformaría finalmente en De vuelta a la vida. Precisamente, en los primeros minutos del film se disponen claramente todos sus elementos constitutivos. Allí conocemos al protagonista, Joe Warr, un exitoso periodista deportivo afincado en el sur de Australia, cuya esposa muere súbitamente, dejándolo al cuidado no sólo de su hijo en común, un niño de siete años, sino también –al menos temporalmente– del hijo mayor de su primer matrimonio, quien volará desde tierras británicas para pasar una temporada en la tierra de los canguros. De esa forma, al dolor de la temprana muerte se le sumarán las complicaciones cotidianas de comenzar una nueva vida, que alterna las obligaciones laborales con los recientemente adquiridos deberes de padre responsable, ciertamente penosos para un tipo un tanto descuidado como él (la primera imagen de la película lo muestra paseando a su hijito en el capó de un automóvil, con riesgo de accidente mortal a cada metro recorrido).
Prejuicios críticos de por medio, era de temer que la conjunción de una estrella de cine produciendo para su lucimiento un film de “hondo contenido humano”, a su vez basado en hechos reales, produjera uno de esos monumentos al golpe bajo sentimental y a las bajadas de línea respecto de cómo la vida debería ser vivida. A ello habría que sumarle un par de datos más: la utilización dramática de cierta enfermedad terminal como trampolín de lanzamiento del relato y el nombre de Scott Hicks detrás de la cámara, director multiuso que cuenta en su filmografía con títulos tan variados como Nostalgia del pasado, Claroscuro y la remake norteamericana del film alemán Bella Martha, Sin reservas. Y si bien los prejuicios artísticos no son más que eso, juicios emitidos antes de tomar contacto con la obra, De vuelta a la vida confirma en sus primeros cuarenta minutos todos y cada uno de los temores ya expuestos. La cuidada fotografía, la música incidental que se acerca por momentos a la de una publicidad de pólizas de seguro y las actuaciones “correctas” no hacen más que acentuar la medianía de un guión atascado en toda clase de convenciones. Particularmente molesto resulta el recurso del fantasma (en el sentido más francés de la palabra) de la esposa muerta, quien aparece repetidas veces como una suerte de Pepe Grillo especializado en etiqueta parental.
De hecho, hay algo irritante en la manera en la cual la historia presenta a los personajes femeninos, siempre conscientes y cuidadosos, por contraposición a los masculinos, tendientes al descuido y la anarquía. Irónicamente, los mejores momentos del film llegan en su parte central, cuando la casa de Joe y sus dos hijos se transforma en un verdadero caos cotidiano, donde un pollo puede flotar en la bañera como poco ortodoxo método de descongelamiento y las pilas de platos sucios se suceden como torres de una ciudad al borde de la catástrofe. No es casual que el libro favorito del pequeño sea Peter Pan, gran metáfora sobre el crecimiento y el difícil paso de la niñez a la adultez. Que Joe intente explicar tamaño despelote con teorías sobre el libre albedrío y el poder liberador de la diversión no lo excusa en lo más mínimo, y De vuelta a la vida no puede evitar cierta moralina, poniendo en el horizonte catarsis familiares, reencuentros e, inevitablemente, enseñanzas de vida que convierten el relato en otra fábula acerca de cómo la tragedia puede trocar finalmente en algo parecido al cuento de hadas moderno. Es esa tendencia, esa imposibilidad de conjurar algo diferente a lo ya probado miles de veces, lo que hace de De vuelta a la vida otro manual de instrucciones disfrazado de película.