El cine americano es conocido por criticarse a sí mismo, pero la primera Deadpool era algo más que eso: Hollywood comentándose sin complacencias, sin solemnidad, pensándose a velocidades casi lumínicas mientras descargaba chiste tras chiste sobre las convenciones del cine de superhéroes y de los blockbusters en general, sobre la industria y el lugar a veces ingrato que se le da al público. El espectador de Deadpool tenía que trabajar más de la cuenta procesando una montaña de guiños lanzados hacia el género y el cine mainstream; las referencias eran menos una manera de apelar a la memoria emotiva que de concretar el proyecto de una película que fuera pura superficie sin dobleces, un baile permanente de cuerpos coloridos, coreografías y proezas imposibles: la profundidad, si es que tal cosa existe, parecía decir el director Tim Miller, queda para las películas como Batman: El caballero de la noche asciende o Batman vs Superman: El origen de la Justicia; películas serias, graves, que creen que con el cine no alcanza, que además hay que comentar solemnemente el mundo.
Desilusión, entonces, porque a Deadpool 2 el cine tampoco le alcanza. O, mejor dicho: en Deadpool 2 el cine ya no piensa, el humor no sirve para nada que no sea sostener un torrente de gags autorreferenciales. La primera Deadpool era irreverente, la segunda es solo infantil: la tonelada de referencias populares no pide más que el simple reconocimiento de la cita, no hay mucho para hacer más que eso. Wade está desconsolado y dice que al menos todavía les queda Bowie; su amigo le miente y le dice que sí, que todavía les queda Bowie. Comedia precaria: me río porque sé algo que el protagonista ignora, porque tengo apenas una referencia (obvia, gruesa) más que él. Y así toda la película: una seguidilla interminable de puestas en abismo, de cosas “meta” que gastan su frescura en cuestión de minutos; Deadpool diciendo que esto que vemos es una película; que él, como Wolverine en Logan, va a morir; que los X-Men son así o asá, etc. Hay dos o tres momentos muy buenos, como el de las piernitas o el descenso en paracaídas, en los que la película explota con inteligencia su universo y detiene por un rato la catarata de referencias, pero son pocos.
Cada película disimula sus carencias como puede. Deadpool 2 necesita hablarle directamente a su público todo el tiempo, volverlo un compinche poco agraciado que se ríe con estímulos elementales, que se contenta con apenas reponer unos cuantos guiños más o menos automáticos. Con el cine ya no alcanza, ahora hay que apelar a la complicidad, hacerle creer al espectador que sabe solo porque pudo unir algunos datos sueltos. La trayectoria de la franquicia es similar a la de Guardianes de la galaxia: primera película notable, de escala masterpiece, cine popular en todo su esplendor; segunda película escasa que fagocita lo construido en la anterior y no agrega nada nuevo, nada interesante, y solo se limita a revolear chistes autorreferenciales, a “romper la cuarta pared” (como se decía antes, cuando esas cosas todavía podían resultar novedosas). La autoconciencia hace tiempo que dejó de ser algo disruptivo: mostrar el artificio no significa nada, en todo caso hay que ver qué hace cada película con eso; si lo toma para criticar con inteligencia el cine mainstream desde adentro, sin destruirlo, potenciándolo, multiplicándolo varias veces por sí mismo, o si lo usa apenas como una vía para dirigirse al público y desviar la atención de la pobreza cinematográfica del conjunto. Deadpool 2 no piensa y tampoco le interesa demasiado que su público lo haga.