Las segundas partes pueden ser mejores.
En medio del boom cinematográfico que marcó la llegada de Infinity War, Marvel no detiene su marcha y ahora nos trae el estreno de la secuela de Deadpool, el irreverente superhéroe mutante interpretado por Ryan Reynolds. Manteniendo esa calificación R, atípica para el género, esta nueva entrega de las aventuras de Wade Wilson da un paso adelante en todos los sentidos, incluso prometiendo su entrada al famoso Universo Cinematográfico de la Casa de las Ideas.
Si la firma liderada por Stan Lee marcó una nueva forma de hacer películas de superhéroes con su mega ambicioso MCU que hace pocas semanas decantó en esa máquina de romper records que es Avengers: Infinity War, tampoco se ha quedado atrás en términos de innovación a la hora de presentarnos personajes con súper habilidades que lejos están de ese espíritu inicial, algo más acartonado, que veíamos en las primeras historietas que dieron origen al género. Historias como la de Ant-Man o la gran revelación que supo ser Guardianes de la Galaxia (otra que ya cuenta con su secuela), pasando por la nueva versión que vimos del Hombre Araña en Homecoming, son solo algunos ejemplos de esta nueva manera de hacer cine superheroico que probablemente encuentre su mayor expresión en Deadpool.
Calificadas como aptas solo para mayores de 18 años, ambas películas que presentan a Wade Wilson como protagonista no solo rompen el molde en términos de humor pasado de la raya, negro y desbordado de malas palabras sino que marcan la diferencia en el género prácticamente en todas sus escenas. Desde los créditos iniciales, pasando por sistemáticas rupturas de la cuarta pared, giros inesperados que involucran a los protagonistas, cameos tan inesperados como geniales y un sinfín de referencias a la cultura pop a la que pertenece, Deadpool pasó de la noche a la mañana de ser un personaje solo conocido por los amantes de los comics a un fenómeno cinematográfico de los más populares. Y si su primera entrega marcó ese enorme salto, la secuela no solo enfrentaba el desafío de estar a la altura sino de usar esa base para innovar, para dar el siguiente paso pero sin contar con esa enorme ventaja de la sorpresa, de la novedad. Y vaya que lo logra.
Wade Wilson aka Deadpool no encuentra el rumbo. Se siente perdido, no encuentra una razón de ser ni una causa para canalizar sus grandes habilidades. Ni siquiera su aparente incorporación a los X-Men puede llenar ese vacío existencial que lo aqueja. Pero cuando su primera aventura con los mutantes liderados por Charles Xavier termina con la llegada de un viajero en el tiempo con sed de venganza hacia un joven que apenas está descubriendo sus propios poderes, Wade encuentra la cruzada que estaba necesitando. El joven viene a ser Firefist, también conocido como Russell, un gordito de unos trece años que usa el fuego como arma a través de sus puños y que aparentemente en un futuro no muy lejano su camino se desviará de la senda del bien para convertirlo en el asesino de la familia de Cable, ese villano que ha regresado en el tiempo para eliminarlo y así recuperar a sus seres amados. Junto a un inesperado grupo de justicieros salidos de un casting, Deadpool conformará la que él bautiza como X-Force, una banda de despistados con buenas intenciones que intentará salvar el día.
Asegurando la carcajada en prácticamente cada fotograma, la secuela de Deadpool cumple con todas las expectativas a partir de un Ryan Reynolds monumental, un elenco secundario que lo potencia (incluyendo al propio Thanos de Infinity War, Josh Brolin, que acá nuevamente interpreta al villano, Cable), ese humor que ya le conocemos pero recargado, un guion que entretiene, intriga y hasta nos deja pensando y una escena post créditos (una sola, sí, y ni bien terminada la película así no hay que quedarse eternamente hasta el final) que es hasta mejor que las dos horas de largometraje que acaba de terminar.