La bestia arrasa con todo. Producida por Netflix como uno de sus principales proyectos de 2018 dentro del género terror, El Ritual es la primera obra en solitario del director David Bruckner, quien anteriormente había co-dirigido otros tres largometrajes. Sam Troughton, Robert James-Collier, Arsher Ali, Rafe Spall y Paul Reid interpretan a los protagonistas de esta historia, cinco amigos que deciden emprender un viaje de senderismo por Suecia solo para encontrarse con el desafío más espeluznante de sus vidas. Dom, Hutch, Phil, Luke y Robert componen el típico grupo de amigos de toda la vida que se junta permanentemente a realizar las mismas actividades, tener las mismas charlas y abordar los mismos temas. Por una mezcla de nostalgia, de necesidad de recuperar una juventud que ven lejana y de romper con su repetitiva dinámica de grupo, los muchachos deciden realizar un viaje de descontrol, bebida y excesos. Sin embargo, un muy buen primer giro de la película mueve el foco de los protagonistas violentamente, sosteniendo el plan de irse juntos a Suecia pero cargando en sus espaldas ese evento traumático que los encontró juntos pero que amenaza con separarlos como nunca lo hubieran creído posible. El elemento imprevisible que aporta ese giro inicial merece ser descubierto individualmente por cada espectador, ya sea por su originalidad intrínseca o porque tal vez sea lo único verdaderamente sorprendente que aporta la película como representante de su género. Gracias a buenas actuaciones protagónicas, un guion sólido y una dirección intimista, El Ritual construye un esquema de personajes que parte del cliché de ese grupo de amigos de toda la vida que se juntan a hablar de tiempos mejores pero que verán afectada su dinámica de tal forma que surgirá entre ellos la necesidad de poner sobre el tapete temas mucho más importantes que aquellos que hacen a su cháchara regular cerveza de por medio. La lealtad, los miedos y la forma de actuar cuando estos dos elementos chocan serán solo algunas de las temáticas que deban abordar en ese contexto de salvajismo e intemperie que el contexto de la película propone a partir de los escenarios suecos que veremos a lo largo de todo el film. Sin embargo, cuando esa base psicológica tan sólida promete potenciarse a partir de las locaciones sombrías que también hacen a la historia, esta decide caer en el sí molesto y aburrido cliché de la presencia demoníaca que acecha en las sombras para, desde ningún tipo de explicación o justificación argumental, convertirse en la principal amenaza de un grupo de personajes que merecía mucho más que el Proyecto Blair Witch de poca monta en el que termina cayendo.
Ellos cantan. El comediante Fabrice Eboué escribe, dirige y protagoniza esta comedia francesa en la que un productor musical busca evitar la quiebra de su estudio con el lanzamiento al estrellato de un trío vocal conformado por un rabino, un cura y un imam. Nicolas (Eboué) es un despreocupado hombre del show business musical parisino. No está en los mejores términos con su esposa luego de un pequeño caso de infidelidad por su parte pero sí con su hija, a la que quiere mucho. También se lleva bien con Sabrina (Audrey Lamy), quien vendría a ser una mezcla de socia y secretaria en la modesta pero simpática productora musical que ha dado de comer y hecho feliz al bueno de Nicolas durante prácticamente toda su vida adulta. En resumen, Nico se toma la vida con soda. Hasta que llega alguien a vaciarle el vaso. Resulta que de un tiempo a esta parte, la rama contable de su empresa ha notado la baja en las utilidades que, sumada a la llegada tarde de Nicolas a la reunión para tratar este tema, decanta en una especie de ultimátum por el que este buen hombre de familia tiene solo seis meses para repuntar con algún éxito discográfico o de lo contrario perderá a su tan querido sello musical. Una serie de circunstancias lo llevarán a tener la brillante idea de conformar un terceto religioso que, conformado por un rabino, un sacerdote y un imam, interpretará grandes éxitos de la música francesa. Con un estilo que se acerca más a la forma americana de hacer comedia y no tanto a lo que tradicionalmente conocemos como la veta francesa del género, Fabrice Eboué se apoya un poco en su carisma y presencia en pantalla y otro poco en el estrafalario trío de personajes secundarios que le dan forma a su historia para proponer un relato dinámico, bien compartimentado y con un tipo de humor bastante ácido y por momentos negro que realmente funciona. El conflicto inicial que actúa como desencadenante, esa idea brillante, la lucha por encontrar a los mejores candidatos para su trío vocal, las situaciones que se generan como consecuencia de agrupar a semejantes personajes y el viraje a modo de conclusión que la historia plantea al final son todos momentos firmemente construidos que le permiten a los actores lucirse en lo que mejor hacen, hacer reír. Con una caterva de chistes religiosos que, por momentos sorprenden y por momentos descansan en el estereotipo, la película logra mantener un ritmo equilibrado casi en toda su duración sin perder la gracia y esa veta pasatista y de entretenimiento constante que la acercan bastante a esa fórmula americana para hacer comedia. Otro elemento a favor en este sentido resulta su calificación. El rótulo de “solo apta para mayores de 16” le permite a Fabrice Eboué como autor ir bastante a fondo sobre ese humor religioso que no siempre es fácil de incluir en el cine. En este caso, no solo está presente sino que es el motor que lleva adelante a Dios los cría y ellos…, una propuesta entretenida, musical y con un alto grado de diversidad.
Justiciero solitario. Román es la ópera prima del director argentino Eduardo Meneghelli. Con la actuación protagónica de Gabi Peralta (Angelita la doctora) y un elenco principal completado por Arnaldo André, Carlos Portaluppi, Nazareno Casero, Horacio Roca y Aylín Prandi, la película toma varios elementos del policial negro para contarnos la historia de un joven policía de la bonaerense que se niega a acatar las normas de un sistema corrupto. Gabi Peralta interpreta al personaje que le da título a la película de Eduardo Meneghelli. Román es un tipo parco, de pocas palabras, que está a gusto con su profesión de policía de calle y no tiene la más mínima intención de modificar su vida, como nos queda claro a partir de una buena escena inicial donde lo vemos a bordo de un móvil de la Federal junto a su compañero Lucas (Casero). Además de su ronda de todas las noches, Román va al gimnasio, pasa algo de tiempo con un vecino amigo (Roca), asiste regularmente a la iglesia del barrio y mantiene un amorío con la atractiva Helena (Prandi). Su idílica vida se verá alterada cuando descubra algunos manejos extraños entre su compañero Lucas y el jefe de la seccional (André), cuando su amigo sea desalojado injustamente por el mafioso del barrio y cuando descubra que ese “dueño” no oficial de la zona no es otro que el marido de Helena. Al margen de algunas actuaciones protagónicas algo flojas, la película de Meneghelli tiene buenas intenciones a partir de escenas como la mencionada que le da inicio al relato y otras pequeñas secuencias que, a partir de algunos hechos aislados protagonizados por Román, nos van proporcionando una radiografía del personaje principal a fin de ir construyéndolo desde sus características más salientes y de prepararlo para el conflicto principal que hace a su historia. Su altura moral, su incorruptibilidad y su sentido de la justicia combinan perfectamente con su profesión y con ese carácter de acero, autoexigencia y sacrificio personal que también lo definen. Salvando todas las distancias entre títulos, los problemas de Román aparecen cuando plantea su mensaje al estilo Batman. Lo que tenemos es una figura de autoridad, radicalmente disconforme con el sistema del que es parte, que decide tomar justicia por mano propia. Pero mientras cineastas como Nolan, por nombrar a uno de los últimos encargados del Caballero Oscuro, presentan a un personaje inicialmente dubitativo, confundido y hasta equivocado que crece a partir de sus experiencias personales para poder empezar a delinear un código moral con muchos matices por el cual regir su accionar, esta versión argentina encuentra sus principales pecados en empezar asumiendo que su manera de hacer las cosas es la correcta, justificando así una serie de actos que, por lo menos, son de una gravedad importante. Y esa gravedad de la situación, que en el caso de Román está bien que aparezca porque ese es el mundo donde se mueve, termina resultando muy endeble a partir de la mirada polarizada con la que el protagonista encara la vida. Todo para él es en blanco y negro, sin grises. Y la realidad, sobre todo la suya, no puede simplificarse de esa manera.
Revolución futbolística. ¿Qué habría pasado si en 1806 las invasiones inglesas hubieran sido un partido de fútbol en vez de un conflicto territorial entre naciones? Con esa disparatada premisa llega No llores por mí, Inglaterra, una comedia histórica que combina el espíritu revolucionario argentino pre independentista con su pasión más grande: el fútbol. El Comandante Beresford ha llegado a suelo rioplatense con un único fin: la conquista. Pero tiene un problema. Sus tropas están retrasadas y su presencia empieza a suscitar dudas entre los pobladores locales. Pero en un rapto de creatividad, se le ocurre la solución para darle algo que hacer a los curiosos argentinos mientras su ejército se apersona: esta gente tiene que jugar al fútbol. Con una tosca demostración y el reparto panfletario de las reglas básicas, en un abrir y cerrar de ojos todo criollo que se precia de tal adopta el balón pie como estilo de vida, por lo que las oportunidades empiezan a florecer. Manolete, oportunista local dedicado a realizar negocios con lo que sea, ve el potencial de este nuevo deporte y enseguida se pone a organizar equipos, partidos y campeonatos en una gesta que decantará en un épico encuentro entre los seleccionados de Argentina e Inglaterra donde habrá en juego bastante más que la gloria y la nobleza deportiva. Tan alocada como es la promesa de su sinopsis es que se presenta la obra del director Néstor Montalbano. Con un elenco protagónico que incluye a Mike Amigorena, Gonzalo Heredia, Diego Capusotto, Laura Fidalgo, Luciano Cáceres, Roberto Carnaghi, Mirtha Busnelli, Matías Martin y los ex futbolistas José Chatruc y Fernando Cavenaghi, No llores por mí, Inglaterra propone una aventura bastante entretenida que trata de reversionar los inicios de la rivalidad argentino inglesa a través de un relato cómico que entremezcla referencias históricas con alusiones futbolísticas. El problema es que el resultado es exactamente ese. La historia troncal, por la que un partido de fútbol puede decidir una contienda bélica en medio de incontables cruces amorosos entre sus protagonistas, no suscita demasiado interés. De esta manera, la gracia de algunos personajes, lo ridículo de algunas situaciones y, sobre todo, esos guiños histórico futboleros son los únicos puntos salientes que nos permiten mantener cierto grado de atención durante los 103 minutos del film. Un partido preliminar entre dos recientemente conformados equipos llamados emBOCAdura y la RIVERa, un director técnico digno de selección argentina llamado Sanpedrito y el elemento bizarro aportado por dos ex jugadores profesionales hacen un poco a ese folklore que la película trata de reivindicar, cosa que por momentos consigue en forma bastante grotesca. Pero a pesar de mantener un frenesí rítmico durante prácticamente toda su duración, ese problema narrativo no deja de aflorar, quitándole peso al desenlace, hartando por momentos al espectador y reduciendo toda la producción a la capacidad del público de reconocer alegorías y subtextos bastante obvios.
La impotencia de la abundancia. Armando Bo y Nicolás Giacobone, la dupla de guionistas que co-escribió Biutiful y la ganadora del Oscar Birdman, vuelven a unir fuerzas en esta producción nacional protagonizada por Guillermo Francella. Animal es un thriller moderno que toma al hombre común y lo fuerza hacia los instintos más salvajes del género humano. Además de formar parte del grupo de guionistas a cargo de los proyectos de Alejandro González Iñárritu como fueron los citados Biutiful y Birdman, este último galardonado con cuatro premios Oscar entre los que se encuentra el de Mejor Guion Original, el binomio conformado por Armando Bo y Nicolás Giacobone hizo su primera colaboración dentro del marco del cine argentino en la obra del año 2012 El Último Elvis. En ese caso, la colaboración se produjo nuevamente en la parte de la escritura del guion mientras que la dirección de la película estuvo a cargo de Armando Bo en solitario en lo que fue su ópera prima si de largometrajes hablamos. Seis años después y con un premio de la Academia en sus vitrinas, Bo y Giacobone proponen la misma dinámica de trabajo en Animal, film bastante más ambicioso que cuenta con las labores protagónicas de Guillermo Francella, Carla Peterson, Gloria Carrá, Marcelo Subiotto, Mercedes De Santis y Federico Salles. Y no es casual que el foco esté puesto ya desde el comienzo en los realizadores de la película porque lo primero con lo que nos encontramos en Animal es con un plano secuencia verdaderamente brillante que en escasos minutos nos introduce a una familia convencional de la ciudad de Mar del Plata que se prepara para afrontar un día como cualquier otro. Antonio (Francella), gerente de un frigorífico de la zona, junto a su esposa Susana (Peterson) se encargan de preparar a sus dos hijos para el colegio (tienen un tercero recién nacido) y lo hacen con la naturalidad de una familia de clase media que sabe que puede descansar en la seguridad de la rutina. Todo sin un solo corte de cámara y ambientado con una banda sonora operística que nos pone en ambiente casi sin darle lugar a cualquier cuestionamiento o duda acerca de un grupo de personajes que acabamos de conocer. Esa naturalidad presentada simultáneamente con una sensación de vértigo permanente será el tono de una película que no se detendrá hasta el último fotograma. Con un reparto secundario arrasador a partir de los trabajos de Mercedes De Santis, Federico Salles y Marcelo Subiotto, la película se permite hacer énfasis en Antonio, su personaje principal, ya que serán esos elementos humanos circundantes (sumados a la figura de su esposa y sus hijos mayores) los que introducirán a este hombre de familia en un vórtice imparable que lo llevará a poner en práctica cuestionamientos fundamentales que siempre tuvo latentes y otros que ni en sus pesadillas más oscuras hubiera imaginado que tenía. Porque esa mañana de ensueño como todas las demás, después de llevar a sus hijos al colegio y de casi terminar su rutina diaria de ejercicio al borde del mar, Antonio se desvanece. Un hombre trabajador, sano, buen padre, buen esposo, buena persona un día tiene una falla renal que lo lleva a un complejo tratamiento de diálisis, siempre a la espera de la aparición de un donante que le salve la vida. Y ese es solo el comienzo. Con una brutalidad pasmosa, cierto dejo de cinismo y una dosis escalofriante de humor retorcido, Armando Bo y Nicolás Giacobone proponen un ejercicio de empatía permanente mientras la situación personal de Antonio, que quiere vivir a toda costa, empieza a ramificarse en las experiencias de esos personajes que lo rodean para interpelar al espectador desde un punto de vista social, clasista, familiar y humano de forma tan cercana como avasallante. Trabajé desde que tengo uso de razón, le di todo lo que necesitaba a mi familia, pude comprarme todo lo que quería, resigné lo mejor de mi vida para lograrlo y ahora, gracias a un sistema roto que no puede ayudarme la única vez que lo necesito, no puedo usar ese fruto de mi esfuerzo para poder seguir viviendo. Esa injusticia, mezclada con impotencia y un resentimiento indiscriminado es la base del discurso de Antonio que, a través de un Guillermo Francella totalizador, se aferrará con uñas y dientes a su deseo de vivir sin importar a donde este lo lleve.
Misterios construidos. Xavier Giannoli, que en 2015 estuvo a cargo de la exitosa comedia Marguerite, en este caso escribe y dirige un drama religioso con tintes de suspenso en el que un periodista habituado a cubrir escenarios de guerra sale de su especialidad para investigar la historia de una joven que afirma haber visto en una aparición a la Virgen María. Jacques Mayano (Vincent Lindon) acaba de volver a Francia luego de cubrir los últimos sucesos bélicos en oriente medio como parte de su labor periodística. El saldo: varios artículos de su autoría para el diario en el que trabaja, una severa lesión en su oído derecho como resultado de la explosión de una bomba cercana a su posición y la muerte de su compañero de toda la vida, Christophe, encargado de ilustrar los escritos de Jacques con su tarea fotográfica. Es en ese contexto donde este periodista recibe una peculiar llamada desde el Vaticano, la cual lo deposita en un pequeño pueblo del sur de Francia previo paso por Roma para recibir sus instrucciones. La Aparición se plantea inicialmente como un relato de suspenso mientras seguimos el derrotero de Jacques Mayano desde que regresa a Francia luego de entrevistarse en la capital italiana con uno de los obispos más influyentes de la Ciudad Santa. En dicho encuentro el religioso le cuenta sobre una joven de 18 años llamada Anna (Galatéa Bellugi) que afirma haber visto a la Virgen María cerca de la parroquia en la que vive por lo que será tarea de Jacques encabezar el grupo de investigadores canónicos encargado de dictaminar la veracidad de la citada historia. En un inicio a buen ritmo, la película rápidamente nos transporta al sur francés donde un pequeño pueblo se ve revolucionado luego de que hordas y hordas de peregrinos se hagan una visita para conocer a Anna, la joven del milagro. Y es a partir de que el protagonista se encuentra con Anna que la película empieza a adquirir tintes más dramáticos mientras conocemos al párroco a cargo de la joven, al feligrés encargado de darle enorme difusión mediática a su caso y a otros personajes vinculados al pasado de la chica que aportan más dudas que certezas a la investigación de Jacques. Porque mientras todos en el pueblo, desde la propia Anna hasta el último de los testigos, se apegan a la historia de la aparición de la Virgen, la tenacidad de toda una vida periodística y el carácter ateo de Jacques lo obligan a ir a fondo en sus pesquisas, sobre todo a partir de ciertas charlas medio clandestinas que tiene con la propia Anna. Dotada de una gran carga de misterio a partir de todos los elementos ocultos en los genialmente construidos cuatro o cinco personajes que hacen a la historia central, la obra de Xavier Giannoli maneja a la perfección una serie de parábolas que va dosificando a lo largo de su relato para abordar el no poco complejo tema de los misterios religiosos, cosa que hace desde una óptica estrictamente actual con todos los cuestionamientos racionales que se le pueden hacer a cualquier acto vinculado a la fe. Y tal vez por ahondar demasiado en esa abstracción, que vale repetir se lleva todas las loas y genuinamente deja al espectador pensando largo rato, es que se descuida un poco la historia más terrenal que la película cuenta a partir de ese pasado de Anna que resurge para poder entenderla un poco más como personaje y para descubrir qué cuota de verdad tiene su llamado “milagro”.
El despertar de un héroe. Nueva entrega de una de las sagas más exitosas de la historia del cine. Star Wars vuelve para proponernos otro spin-off como ocurriera con Rogue One hace dos años, pero esta vez haciendo foco en la historia desconocida de una de sus figuras más emblemáticas. Por primera vez interpretado por otro actor que no sea Harrison Ford, Han Solo vuelve a la gran pantalla de la mano del joven Alden Ehrenreich (Blue Jasmine, Hail, Caesar!), en cuyas manos está la enorme responsabilidad de contarnos los orígenes del piloto rebelde más famoso. Hace ya varios años que la aparentemente concluida saga de Star Wars tuvo un renacimiento cinematográfico cuando la productora de su creador George Lucas, LucasFilm, unió fuerzas con Disney para así proponernos una continuación de las aventuras de Luke Skywalker y compañía. El año 2015, con el estreno de El Despertar de la Fuerza, fue el momento señalado para uno de los regresos fílmicos más esperados en lo que llevamos de este siglo. Y si bien la mencionada cinta daba continuidad a la historia de los Jedis y la Fuerza avanzando en términos cronológicos (estamos hablando del Episodio VII de la saga), el acuerdo Lucas-Disney estipulaba un estreno mínimo de películas que iban más allá de la línea marcada por los Episodios, es decir aquellas historias troncales de la franquicia. Finalmente ese asterisco en el contrato vio la luz en 2016 con el primero de los agregados al universo Star Wars que no iban a contar con esa denominación episódica, no iban a empezar con la música característica y el texto introductorio fugándose en el horizonte espacial en lo que fue el primer spin-off o desprendimiento en el mundo de La Guerra de las Galaxias. Estamos hablando de Rogue One, película que cuenta todo lo que ocurrió para que Leia se hiciera con los planos de la Estrella de la Muerte, momento en el que inicia Episodio IV: Una Nueva Esperanza. Lo que propone este segundo spin-off es hacer foco en un personaje en especial, ese que le da título a la cinta. Y si bien hay varios personajes emblemáticos de la saga cuyas vidas conocemos prácticamente de cabo a rabo (los Episodios I, II y III se encargaron de buena parte de esto), todavía quedan algunos que nos fueron introducidos “ya de grandes” y cuyos orígenes permanecen en las sombras. Ese es el caso de Han Solo y qué mejor que arrancar por él para empezar a echar algo de luz sobre esas sombras. En términos de sinopsis, luego de ver la película queda la sensación de que tanto para el fanático como para el que no lo es tanto vale la pena conocer poco y nada de esta historia e ir descubriéndola en la misma sala de cine. Lo único que tenemos que saber es que conoceremos el origen de Han Solo: dónde nació, quiénes eran sus seres más cercanos antes de conocer a Luke, Leia y el resto de la rebelión, cómo fue que conoció a Chewbacca y a Lando Calrissian y si hubo algo en su pasado que lo moldeó para convertirse en el arrogante y talentoso piloto de buen corazón que conocimos en 1977 de la mano de Harrison Ford. Claro que hay una aventura de por medio y a gran velocidad a bordo del Halcón Milenario pero esa es la parte que le dejo al espectador. El análisis de la película es otra cosa. Y lo primero que hay que decir es que Han Solo: Una Historia de Star Wars cumple en todos los aspectos. Empezando por el más importante de todos, en una película donde el relato de los hechos queda de lado en comparación con esos elementos circundantes que el fanático va a buscar, vale decir que Alden Ehrenreich es de lo mejor de la cinta. Con un trabajo sólido, convincente y sostenido a lo largo de toda la historia, este joven actor consigue algo muy difícil al proponer un Han Solo irreverente, carismático y temerario como vimos en la versión de Harrison Ford pero a la vez imprimiéndole a esa personalidad una cuota de ingenuidad, temor por momentos y una esperanza en la humanidad y en el amor que el Han adulto sabemos que transformó en cinismo, sarcasmo y una buena cuota de comentarios ácidos. Es como si Ehrenreich construyera el personaje hacia atrás. Magnífico. Y después, lo clásico. Momentos graciosos, momentos tensos, momentos épicos que solo una saga como Star Wars puede lograr a partir de la mera aparición en pantalla de figuras como Chewbacca, Lando y el propio Halcón Milenario y un buen grupo de personajes nuevos que refuerzan, con su relación con los protagonistas, ese recurso de construir en reversa el carácter de aquellos que conocemos de las películas previas. Buenos efectos visuales, una linda aventura principal, excelentes giros finales (y vale hacer foco en el plural de giros) y la cuota justa de guiños y referencias con una aparición no menor llegando al epílogo le terminan de dar forma a una producción complementaria que sin ser Rogue One, tal vez la mejor película individual de todo el universo Star Wars, se erige como una historia digna de llevar en su título “a Star Wars story”.
Madre hay más de una. Jason Reitman, director de Gracias por Fumar, Juno y Amor sin Escalas, vuelve a formar dupla con la ganadora del Oscar Charlize Theron como ocurriera en la comedia Jóvenes Adultos. En una línea similar a la de aquella producción de 2011, Tully explora los problemas de una típica mujer adulta de estos tiempos, en este caso, una madre completamente sobrepasada por los desafíos que sus tres hijos le plantean. Si en Jóvenes Adultos Charlize Theron se puso en la piel de una divorciada de mediana edad que busca desesperadamente combatir la soledad que la aqueja, los problemas que se le presentan en Tully son diametralmente opuestos. Qué no daría la pobre Marlo por tener alguna hora libre en su día que por lo general está cargado de las responsabilidades que vienen de la mano de sus dos hijos en edad de escuela primaria (el más chico con problemas psicológicos de aprendizaje) y un tercero en camino que le produce un embarazo que la tiene a punto de explotar. Cuando el tercero finalmente llega, los problemas de Marlo se solucionarán mágicamente a partir de la llegada de Tully (Mackenzie Davis), una niñera nocturna que se encarga del bebé durante toda la noche con el objetivo de que los padres puedan dormir la cantidad de horas médicamente recomendadas. Lógicamente se infiere que esa solución mágica traerá otro tipo de escollos a la vida de Marlo, pero es muy difícil empezar un análisis de esta historia sin detenerse en Charlize Theron. Porque su calidad como actriz está absolutamente probada (y premiada) a partir de distintos papeles que le permitieron mostrar en pantalla todo el abanico de recursos dramáticos con el que cuenta, tal vez encontrando el punto más alto en Monster, trabajo que la llevó a hacerse con el premio de la Academia. Pero a pesar de los antecedentes, a veces los grandes actores y actrices encuentran los desafíos más grandes en producciones como Tully, una película que no llega a los cines con el rótulo de gran tanque hollywoodense porque lleva a su protagonista a interpretar a “la persona normal”, a esa madre que se lleva bien con su marido, que ama a sus hijos a pesar de que se la pasa renegando, que hace malabares con las cuentas para llegar a fin de mes y que al momento de tener a su tercer hijo se da cuenta de que además de las miles de necesidades que tiene su familia y que ella se encarga de suplir, hay otra persona que también la necesita y tiene sus propias preocupaciones: la propia Marlo. Todas esas sutiles facetas que hacen a su personaje, ninguna marcada por algo fuera de lo común sino por el aburrido y plano contrario de la persona común, son las que enfrenta Charlize Theron en esta película con notable capacidad, empatía, emoción, compromiso y gracia. Tully vale la pena solo por ella. Ahora bien, cuando se tiene una protagonista de esas características y un director probado como Jason Reitman ya parece que alcanza. Pero no. A partir del personaje que le da nombre a la película y que Mackenzie Davis interpreta con enorme sensibilidad, la historia pasará de ser una comedia adulta bien actuada con buenas dosis de humor cínico para convertirse en un drama que, sin perder su cuota de comedia, se permite ahondar en las preocupaciones existenciales de una mujer que se siente acabada y sin objetivos a los cuarentaypocos años de edad. Allí es donde aparece el personaje de Tully para llevar a Marlo por un viaje que la empuja a ver desde afuera cada etapa de su vida, incluyendo un giro final sumamente inesperado que termina de cerrar una historia redonda por donde se la mire.
Las segundas partes pueden ser mejores. En medio del boom cinematográfico que marcó la llegada de Infinity War, Marvel no detiene su marcha y ahora nos trae el estreno de la secuela de Deadpool, el irreverente superhéroe mutante interpretado por Ryan Reynolds. Manteniendo esa calificación R, atípica para el género, esta nueva entrega de las aventuras de Wade Wilson da un paso adelante en todos los sentidos, incluso prometiendo su entrada al famoso Universo Cinematográfico de la Casa de las Ideas. Si la firma liderada por Stan Lee marcó una nueva forma de hacer películas de superhéroes con su mega ambicioso MCU que hace pocas semanas decantó en esa máquina de romper records que es Avengers: Infinity War, tampoco se ha quedado atrás en términos de innovación a la hora de presentarnos personajes con súper habilidades que lejos están de ese espíritu inicial, algo más acartonado, que veíamos en las primeras historietas que dieron origen al género. Historias como la de Ant-Man o la gran revelación que supo ser Guardianes de la Galaxia (otra que ya cuenta con su secuela), pasando por la nueva versión que vimos del Hombre Araña en Homecoming, son solo algunos ejemplos de esta nueva manera de hacer cine superheroico que probablemente encuentre su mayor expresión en Deadpool. Calificadas como aptas solo para mayores de 18 años, ambas películas que presentan a Wade Wilson como protagonista no solo rompen el molde en términos de humor pasado de la raya, negro y desbordado de malas palabras sino que marcan la diferencia en el género prácticamente en todas sus escenas. Desde los créditos iniciales, pasando por sistemáticas rupturas de la cuarta pared, giros inesperados que involucran a los protagonistas, cameos tan inesperados como geniales y un sinfín de referencias a la cultura pop a la que pertenece, Deadpool pasó de la noche a la mañana de ser un personaje solo conocido por los amantes de los comics a un fenómeno cinematográfico de los más populares. Y si su primera entrega marcó ese enorme salto, la secuela no solo enfrentaba el desafío de estar a la altura sino de usar esa base para innovar, para dar el siguiente paso pero sin contar con esa enorme ventaja de la sorpresa, de la novedad. Y vaya que lo logra. Wade Wilson aka Deadpool no encuentra el rumbo. Se siente perdido, no encuentra una razón de ser ni una causa para canalizar sus grandes habilidades. Ni siquiera su aparente incorporación a los X-Men puede llenar ese vacío existencial que lo aqueja. Pero cuando su primera aventura con los mutantes liderados por Charles Xavier termina con la llegada de un viajero en el tiempo con sed de venganza hacia un joven que apenas está descubriendo sus propios poderes, Wade encuentra la cruzada que estaba necesitando. El joven viene a ser Firefist, también conocido como Russell, un gordito de unos trece años que usa el fuego como arma a través de sus puños y que aparentemente en un futuro no muy lejano su camino se desviará de la senda del bien para convertirlo en el asesino de la familia de Cable, ese villano que ha regresado en el tiempo para eliminarlo y así recuperar a sus seres amados. Junto a un inesperado grupo de justicieros salidos de un casting, Deadpool conformará la que él bautiza como X-Force, una banda de despistados con buenas intenciones que intentará salvar el día. Asegurando la carcajada en prácticamente cada fotograma, la secuela de Deadpool cumple con todas las expectativas a partir de un Ryan Reynolds monumental, un elenco secundario que lo potencia (incluyendo al propio Thanos de Infinity War, Josh Brolin, que acá nuevamente interpreta al villano, Cable), ese humor que ya le conocemos pero recargado, un guion que entretiene, intriga y hasta nos deja pensando y una escena post créditos (una sola, sí, y ni bien terminada la película así no hay que quedarse eternamente hasta el final) que es hasta mejor que las dos horas de largometraje que acaba de terminar.
Largo viaje y prosperidad. Ben Lewin (The Sessions) dirige esta peculiar comedia en la que Dakota Fanning interpreta a una joven autista que recorrerá medio estado de California en busca de cumplir un sueño muy particular. El elenco lo completan Toni Collette (Un Gran Chico, Sexto Sentido) y Alice Eve (Star Trek, Hombres de Negro 3). Wendy (Fanning) nació con un principio de autismo y desde entonces su vida ha sido una lucha constante contra su condición. El inicio de la película la encuentra, a la edad de 21 años, en el centro especializado en enfermedades psicológicas dirigido por la simpática Scottie (Collette). Una rutina construida con extrema solidez, ejercicios realizados a rajatabla y la práctica de la escritura como hobby han hecho progresos fantásticos en Wendy, por lo que la inminente visita de su hermana Audrey (Eve) probablemente pueda terminar como la joven espera: con la promesa de abandonar el centro dirigido por Scottie, no porque no le guste sino porque finalmente desea vivir una vida normal con su única familia, lejos de tratamientos y sesiones de diván. Con excelentes trabajos actorales de Dakota Fanning y Toni Collette, la película rápidamente logra captar la atención del espectador en base a sus personajes. Un chequeo de rutina por parte de Scottie nos permite conocer todos los pormenores de la vida de Wendy mientras esta contesta sistemáticamente a todas las preguntas de su psicóloga en relación a sus actividades diarias, desde recordar hacer la cama después de levantarse hasta cepillarse los dientes antes de irse a dormir. Eso, sumado a la peculiar manera que Wendy tiene de expresarse, con frases cortas, evitando el contacto visual y haciendo curiosos comentarios fuera de contexto, es una enorme cantidad de información (muy necesaria para lo que va a venir) a la que accedemos rápidamente gracias a una narrativa ágil, divertida y muy natural. Las cosas se complicarán cuando Audrey haga su visita. Todo va bien mientras Wendy le cuenta a su hermana sobre sus progresos en el campo de la escritura. De hecho, acaba de terminar un guion de más de 400 páginas sobre Star Trek como parte de un concurso lanzado por la propia Paramount Pictures para fanáticos de la saga en el que el ganador no solo accederá a un premio de 100.000 dólares sino que verá cómo su idea de papel es llevada a la gran pantalla. Pero esas mejoras en la vida de Wendy no serán suficientes para poder cumplir su verdadero sueño de tener una familia. Resulta que Audrey fue madre recientemente y considera que todavía no está lista para recibir en su casa a Wendy, cosa que provoca un brote bastante violento en esta última cuando se entera. A partir de su temática, la obra de Ben Lewin también acierta a la hora de tratar un tema tan delicado como el autismo ya que lo aborda con esa enorme naturalidad que caracteriza al personaje de Wendy, encontrando los momentos para mostrar las características de un paciente con esta condición a la vez que lentamente lo conduce hacia ese mensaje ya más universal que la película va a plantear. Porque una vez terminada la traumática charla con su hermana, Wendy descubre que esperó demasiado tiempo para enviar su guion a Paramount Pictures con el fin de contar con el visto bueno de Audrey antes de presentarlo. Inicia así la segunda parte de este relato en la que, con ciertas características de road movie, acompañaremos a la protagonista en un clandestino viaje desde Oakland a Los Ángeles con el fin de ganarle a los tiempos del correo y entregar su guion en persona. Simple, pero a su vez comprometida con temáticas adolescentes muy bien tratadas, Un Nuevo Camino hace que nos enamoremos de su Wendy prácticamente desde el primer fotograma y no le soltemos la mano mientras emprende un viaje con obstáculos a superar que van mucho más allá de los kilómetros recorridos.