El estreno de Deadpool en el 2016 fue una rareza, tanto por su manufactura precaria (una película mainstream de bajísimo presupuesto) como por su recepción entusiasta. Una propuesta jugada aplaudida por hordas de adolescentes tardíos.
La secuela era inevitable y esta vez los millones de dólares son una canilla libre que no tardan en ostentarse con las primeras secuencias de acción. No es esa clásica pelea de apertura, son varias, unas cinco aproximadamente, sin otro conector que el exhibicionismo masturbatorio.
La intensión de los guionistas (entre los que figura el propio Ryan Reynolds) queda clara desde el minuto cero: deconstruir la película, romper las reglas del género, abusar de las expectativas, demostrar que se está adentro de una película, parodiarlo todo hasta que reviente la máquina de referencias. Esta compulsión de rebeldía y metaconciencia logra un efecto contrario y prepara al espectador para lo inesperado. Tan obvio es que la película buscará un camino disruptivo que el contraefecto se amortigua. Deadpool 2 es una locura predecible, la travesura sistemática de un niño carente de atención.
Sin embargo, en esta neurosis del chiste guarro aparecen gracias auténticas. Por lo general son momentos que derivan del detalle y no del humor grueso, como un oso panda inflable que amortigua la caída de un personaje que se jacta de tener buena suerte como único superpoder, o un cameo microscópico de Brad Pitt, o la resolución coreográfica de una escena de acción. Detalles. La voz omnipresente de Deadpool, en cambio, resulta insoportable y delata la autoexigencia despiadada del filme: ser gracioso aunque no haya combustible para el humor. ¿Y acaso existe algo más patético que una libertad clamada a gritos?
El sistema de linkeo obsesivo en Deadpool 2 se emparenta con Tarantino y allí el problema se despeja: si Tarantino logra hacer películas geniales con retazos de otras películas, es porque su lógica es la del homenaje silencioso. Son guiños que jamás desestabilizan lo narrado. Uma Thurman combate yakuzas vestida igual que Bruce Lee pero el traje amarillo no es el epicentro dramático. Con Deadpool 2 sucede lo opuesto: cada escena está pensada para una ocurrencia que se mofe de otras películas, mientras que lo narrado pierde consistencia.
Guionistas y director podrían haber tomado una medida verdaderamente osada: filmar una obra surreal en donde la imaginación descomponga el aparato narrativo. No: Deadpool 2 quiere ser subversiva y a su vez empatizar con las desventuras del protagonista. El resultado es un filme estupidizado por el escándalo con alguna que otra virtud plástica, mérito exclusivo del director de CGI.
Poco de perverso o antiheroico habrá en Deadpool. Su humedad caricaturesca le quita fiereza. Al hablar de pedofilia, racismo y machismo, los tópicos no interpelan con sinceridad; es un contenido puesto para provocar. Apenas uno sopla el polvo antisistémico de Deadpool 2, se encuentra con otra película de superhéroes moralista que distingue a la perfección el bien del mal.