Lo primero que debe decirse de “Deadpool 2”, secuela de la película para adultos más vista de la historia, es que no decepciona: su público, compuesto de jóvenes adultos adiestrados en los nombres, las formas y las convenciones del género superheroico, esperan encontrar en el personaje empujado a la vida por Ryan Reynolds (un éxito absoluto contra todo pronóstico) una veta distinta al superpoblado género, un entretenimiento feliz y sorprendente, y la segunda entrega les ofrece esa oportunidad para la risa constante y delirante.
Lo segundo es que esa risa asoma algo menos natural que en la primera entrega, donde la sensación del público, tras una década de dominio de la comedia adocenada de Marvel, era: ¿realmente están haciendo esto? Pero en esta segunda entrega, esa veta corrosiva, y autocorrosiva, cede su lugar a la referencia, y la autorreferencia: se reproducen los chistes sobre la taquilla, el humor juega en exceso con la actualidad. Y Deadpool tiene hasta algunos momentos de ¡corrección política!
En este sentido, el aspecto que más sorprende es el giro de la saga (es saga: hay dos y habrá al menos cinco, contando posibles “spin offs”) hacia lo dramático. Josh Brolin, que aportó toda su gravedad a Thanos, compone aquí un Cable con menos peso que el villano púrpura de “Infinity War”, pero bastante más gracia que las contrapartes de nuestro superhéroe vestido de juguete sexual preferido en la primera entrega. Su Cable se mantiene fuera del registro del humor (“¿estás seguro que no sos del Universo DC?”, le dispara Wade) lo cual aporta un contrapunto hilarante pero determina el cambio tonal entre la primera parte, menos anclada en conflictos reales, y la secuela, que tiene su eje no en el disparate sino en “temas serios”.
Particularmente la “familia”, el tema central de la secuela que, sí, tiene “mensaje”: así anuncia el propio Wade, un poco en sorna pero, finalmente, un poco en serio. Como el mutante, la película decide utilizar sus superpoderes para la corrosión “para el bien” y pelear no por sí mismo sino por una causa mayor: Deadpool se vuelve capitán de la diversidad y las familias no convencionales, defendiendo al mundo de los abusos que son el origen de la villanía del mundo.
El efecto conseguido es el deseado: aún si bordea la convención y la corrección, la película crece en riqueza y potencia emocional. Pero entre este elemento solemne que se introduce subrepticiamente en la saga donde no importaba nada, y la falta del elemento sorpresa, la batería de bromas y parodias suena dispar, con aciertos y errores (y referencias que nadie, salvo un estadounidense empapado en la cultura pop del 2018, puede conocer).
Las primeras críticas de la cinta afirmaban que, respecto a la primera, esta segunda parte es más ajustada. Es cierto: al ser pura parodia, la peripecia de la primera parte parecía desganada, un trámite que había que cumplir, hombre rescata mujer y aprende lección, etcétera. Las peleas desbordan un filme por momentos ruidoso y con un exceso de “set pieces” de acción (¡subió el presupuesto!), pero la trama se encuentra arraigada en la emoción, al igual que buena parte del humor. Ahora, ¿el timing cómico es efectivamente más ajustado? Tranquilamente podría argüirse que se trata en realidad de un humor un poco más domesticado, menos corrosivo, menos desfachatado y caótico que en aquella primera y ciertamente desprolija primera entrega. Un humor que ya no se ríe de todo.
De todos modos, por acumulación, como diría Juan, “Deadpool 2” “arrasa como topadora” y vuelve a aportar a una cartelera abarrotada de superhéroes de goma una opción más fresca en el marco de un fenómeno que cada año se vuelve más serio, una burbuja anabolizada con la presunción de su propia importancia que amenaza cada año con estallar, y solo crece y crece. Santo antídoto, entonces, este Deadpool.