Marvel cierra una historia que comenzó hace más de una década y que atravesó 22 películas en “Avengers: Endgame”, donde los héroes presentados a lo largo de la saga que sobrevivieron a “Infinity War” dan una última batalla contra el gran villano Thanos para volver el tiempo atrás. La expectativa, claro, era grande: ¿consiguió la comiquera estar a la altura? Lo analizamos a continuación. Aunque las películas de Marvel seguirán, “Endgame” es el cierre de una era, el final del recorrido para varios personajes que llevan más de una década en la pantalla de los cines. Los espectadores han crecido con esos personajes, se han enamorado de ellos, y “Endgame” les da un cierre emocionalmente satisfactorio, donde cada cual tiene su momento para brillar que el público en las salas aplaude a rabiar. La película es una celebración pop de una década de cine de superhéroes, y los fans salen chochos de esa fiesta: su inversión emocional de diez años ha dado rédito en ese gran final. “Endgame” centra su corazón en la celebración de estos personajes y sus historias contadas en 22 películas, por lo cual es, antes que el despliegue de efectos que se esperaba para esta superbatalla final por la salvación del universo todo, es una película sobre esos personajes, sus relaciones, sus temores y, sobre todo, sus fracasos, que preparan la escena para su final redención. El espectáculo final sigue siendo tan masivo y monótono como siempre (olas contra olas de personajes hechos por computadora, irreales) pero la batalla principal está al interior de los personajes, lo cual le da cierto peso emotivo a la cinta. Pero no todo es drama en “Endgame”: esto es una fiesta, después de todo, y a pesar de las bíblicas consecuencias de lo que afrontan los hombres y mujeres en spandex, “Endgame” es una cinta sorprendentemente liviana, que disfruta lanzando una batería de one-liners en momentos imposibles, coqueteando con el caper y hasta (alerta de spoiler) jugando a “Volver al futuro 2”, regresando a los sets de las viejas películas para un homenaje a esta saga infinita que, sí, es un golpe de nostalgia, pero finalmente resulta orgánico a la trama. Porque, algo que no siempre sucede en el universo Marvel, “Endgame” sabe lo que quiere contar y utiliza las herramientas y fórmulas del subgénero para contarlo, y no al revés. Es que todo cabe en la coctelera de tres horas de “Endgame”, un viaje (otra vez, spoiler) al pasado de forma literal y también simbólica: una estridente gira de despedida de esos personajes en los que invertimos decenas de horas. “Es como un largo show de despedida de un supergrupo de rock progresivo de los ‘70”, escribió el crítico Diego Lerer. “Todos están pasaditos de años, los trajes les quedan medio ridículos, cada uno hace un solo que la gente aplaude y al final hay media hora de fuegos artificiales. Pero igual la pasás bien” Está claro que “Endgame” es una fiesta a la cual todo el mundo está invitado, como demuestran ya los primeros números de la taquilla. Pero quienes llegan al cine cargando cierto escepticismo o agotamiento, notarán que más que una celebración, estamos ante una autocelebración, donde Marvel y sus personajes parecieran darse continuas palmadas en la espalda por su genialidad. Uno a uno se apilan los momentos de autogoce, momentos extasiados de heroísmo, de canchereo, de ese mal llamado “referencias”, hasta que, en el súmmum de este homenaje pasado de rosca, Capitán América proclama que su cola “es la cola de América”. En el marco de la celebración y gira despedida, y en el mismo sentido, todo está escrito y pensado para la ovación fan. Todos los personajes tienen su momento, pero muchas veces no se sienten momentos orgánicos a la historia, sino colados en el montaje para que tal o cual personaje brille en esta épica de tres horas: puro fan service. Incluso el triunfo final recae (alerta de spoiler) en manos del padre de todo, pero su victoria, para todo el operativo montado, y teniendo en cuenta incluso que fue profetizada, parece casualidad, azar. “Endgame” está plagada de momentos “de comité”, ordenados por la cúpula y necesarios para vender juguetes: acumula una sucesión de actos heroicos y cancheros sin demasiada relevancia al desenlace, como si no hubieran encontrado una forma de que todos los personajes tuvieran su momento, y que la sumatoria de esos momentos llevara al sacrificio final. Es que “Endgame” tiene mucho de película de comité: es el cierre de una era, y en juego está el universo, por lo cual debía tener un tono épico pero desolador, pero al tratarse de una fiesta no podían faltar la comedia de sitcom, la acción burbujeante de la parte media, los juegos y referencias continuos. Un juego de extremos tonales que no siempre está bien resuelto y que termina dispersando el peso emocional de algunos de sus momentos, y de la película toda, por pasar al siguiente gag. “Infinity War” habrá tenido una batalla infumable de cositos grises contra cositos multicolores, pero parecía tener más claro el tono de su elegía. Parte de los dictámenes del comité incluyeron además dejar el escenario preparado para lo que viene: un Universo Cinematográfico de Marvel encabezado por héroes políticamente correctos, cuya presentación y momentos de gloria extienden el ya abultado tiempo de duración de la cinta. La descarada venta de esta corregida imagen pública del estudio que pasó 20 películas sin dar el protagonismo a una mujer distrae de la celebración de la vieja escuela. Y abre un signo de pregunta sobre el futuro: ¿podrán estos personajes, más aggiornados a los tiempos que corren pero mucho más aburridos, continuar con el éxito de la comiquera? En su estreno, el jueves, “Avengers: endgame” marcó un hito al posicionarse como la película número 1 de la industria en su día de apertura con más de 311 mil espectadores. De cada 100 personas que fueron al cine, 95 eligieron esta esperada y última entrega de la saga de los héroes de Marvel. Marvel cumple con las expectativas y da a los fans lo que quieren. Los seguidores de la saga saldrán chochos, contentos con haber visto a esas viejas glorias pop: su inversión emocional de diez años tiene rédito, sobre todo en esa parte final de momentos épicos y largos adioses. Pero quien entre con escepticismo seguramente notará algunas notas desafinadas.
“Película de comité”: el término se utiliza para aludir de forma despectiva a las películas creadas no por una visión artística sino por el deseo de un estudio de subirse a una moda y ganar unos pesos. Una película por encargo. Bueno: “Capitana Marvel” es una “película de comité”, se la mire por donde se la mire. Primero, es una película más en una pila de películas superheroicas, sin nada que la distinga de sus predecesoras: una historia de origen bastante convencional, con algunos diálogos lanzados al éter de sus dos horas de duración para intentar atar la tradicional narrativa del héroe a una historia de empoderamiento femenino. Segundo, es una película diseñada para unir “Infinity War”, tecera entrega de la saga de los Avengers, a “Endgame”, cuarta entrega vengadora que se estrenará en abril y donde Capitana Marvel será parte fundamental para derrotar a Thanos. Y en ese sentido, y tercero, es el intento de la comiquera de introducir un nuevo y poderosísimo personaje (casi trampa, a esta altura, al punto de que muchos se preguntan que hacía esta poderosa salvadora mientras la Tierra estaba al borde del colapso en los eventos de las primeras dos “Avengers”) para encabezar la cuarta fase de su universo cinematográfico, que comenzará tras “Endgame”, cuando a sus principales héroes se les terminen los contratos. Pero en cuarto lugar, sobre todo, “Capitana Marvel” intenta subirse a lo que hoy es tendencia: gracias al empuje de millones de mujeres, la audiencia ya no se identifica con el héroe que Hollywood nos dio por décadas, que es masculino, y pide otras heroicidades y, sobre todo, otros géneros para practicar el heroismo. Marvel se suma a la tendencia y parece que hay que aplaudir el hecho de que tras 21 películas, una mujer encabece una cinta de la comiquera, cuando en realidad hay poco de valiente, y mucho de calculado, de oportunista, al igual que su mensaje alegórico sobre los tiranos de la paz, las campañas del miedo y los refugiados. Mejor construida que la celebrada “Mujer Maravilla”, creada en el mismo de aprovechar el zeitgeist, Capitana Marvel es una historia de empoderamiento donde no todo termina a los golpes, replicando la resolución de problemas históricamente patriarcal, de aplastamiento del otro, como hiciera su contraparte de DC en su película. El personaje encarnado por Brie Larson es parte de un conflicto galáctico, sí, pero la historia de su evolución para correrse de debajo del yugo que la oprime y manipula su forma de pensar, es la historia de alguien que decide dejar de pelear, de aplastar, y se convierte en protectora. Acierto de Marvel. Y Larson está bien en el rol (aunque el canchero no le queda tan bien como a Robert Downey Jr.) y se divierten junto a Samuel Jackson, pero el “mensaje” parece manufacturado, poco orgánico: la historia de origen es de manual solo que actualizada para la era del #MeToo, y con un giro muy previsible. Y los chistes no son tan graciosos y son esporádicos: las películas de Marvel siempre fueron felices no por su acción sino por su tendencia al chascarrillo, por la química de su elenco, y en esta hay poco de eso y, otra vez, una serie de escenas de acción realizadas en piloto automático, visualmente chatísimas y con prevalencia de un CGI espantoso que le quita realismo, peso, a las batallas, y por lo tanto, que le quita riesgo, emoción. Ah: los trajes creados para la película son muy feos. Ojo: esto no quiere decir que la película sea imposible de mirar. Como todo producto cuidado de Marvel, la comiquera se encarga de dar a la audiencia lo que quiere, y aunque la cinta sea olvidable por su narrativa genérica, su humor demasiado ocasional y su acción desinspirada, nadie la pasa mal en las butacas. Pero sí señala lo que parece ser un problema creciente para Marvel y el cine de superhéroes en general. Tras 21 películas, al estudio le empieza a costar renovarse, encontrar historias nuevas, ideas nuevas. Está, además, atado por las historias que se narraron en el pasado y las que se contarán en el futuro, y encajar las películas dentro de esa meta-narración, un acto de malabarismo que quita autonomía y frescura a las películas. Esa frescura que sí han encontrado producciones de la competencia, que han encontrado caminos futuros para el cine de superhéroes, más libres, más desatados: DC fracasó estrepitosamente al intentar construir su propio universo, pero Fox entregó dos “Deadpool”, que llegaron en el momento justo para parodiar un género al borde del estallido, y la celebrada “Logan”, una historia autoconclusiva que exploraba nuevos géneros, mientras que Sony hizo explotar de creatividad visual y desafío a la convención una historia clásica, contada mil veces, como la de Spider-Man, en “Un nuevo universo”. Marvel, el rey del cine superheroico, se arrastra mientras tanto con estas producciones diseñadas para ser apenas piezas de un rompecabezas gigante, historias poco relevantes, recreos entre la historia principal. Bueno, funcionan como recreos. Y nada más.
Sony quería hacer su propia historia con Spider-Man. El estudio tiene los derechos del personaje, pero tras una trilogía y una saga de dos partes, firmó con Marvel para compartir al arácnido superhéroe en una serie de filmes insertados en el universo siempre en expansión de la comiquera: ¿cómo podían hacer para aprovechar ellos solos las aventuras de Peter Parker? La respuesta llegó desde los cómics: el multiverso, la existencia de mundos infinitos, permite la existencia de infinitos hombres (y mujeres y cerdos y robots) debajo de la máscara, lo que a su vez permite a Sony abrir múltiples caminos (potenciales spin offs, secuelas, series) hacia el futuro. La premisa de “Spider-Man: un nuevo universo” es, en ese sentido, meramente corporativa. Pero el equipo creativo de la deslumbrante cinta animada estrenada el jueves no solo se divierte jugando con ese concepto, imaginando que esta película retrata no un nuevo “reinicio” para el superhéroe más reiniciado en la historia (es una broma recurrente en el filme, al punto de estructurar la historia): lo estira, lo explota, lo subvierte. Cortesía de Phil Lord (como guionista) y Chris Miller (como productor), que ya habían convertido una película sobre ladrillitos de juguete (“LEGO: la película”) en una fiesta que se movía entre la ironía autoconsciente y el corazón. En “Un nuevo universo”, vuelven a tomar un encargo corporativo para deconstruir el remanido mito arácnido y volverlo a edificar de una manera fresca y posmoderna, pero sin poses ni distancias, abrazando con una sonrisa de chico al personaje y al género en todas sus dimensiones, desde las más nobles hasta las más ridículas. Santo remedio en un momento de saturación superheroica: en algún lado, la gerencia de Disney se está pateando a sí misma por echar a Lord y Miller de la dirección de “Solo: una película de Star Wars”, el primer fracaso comercial de la historia de la saga galáctica… Y como en “LEGO”, el proyecto corporativo también asume libertades inusitadas, no solo narrativas sino también (¡sobre todo!) visuales. En el panorama cinematográfico actual el cine de animación de Hollywood tiende a una homogeneización estética, de diseños y texturas similares, diseñados por los mismos programas y reduciendo (drásticamente) las posibilidades de un medio infinito como el animado. Pero “Spider-Man” hace estallar en múltiples posibilidades esa homogeneidad. Si “LEGO” utilizaba la animación por computadora para emular la estética stop motion de los videos amateur realizados con los ladrillitos, la cinta de Bob Perschietti, Peter Ramsey y Rothman también bebe de sus propias fuentes y recrea desde el siglo XXI el estilo, las texturas y sensaciones visuales de la historieta, completo con viñetas en pantalla, globos de diálogos y hasta la trama de puntos Ben-Day utilizada para colorear los cómics. Y ese es solamente el estilo dominante en un proyecto de arte pop que fusiona en su licuadora posmoderna anime, noir, cartoon -estilos cada uno perteneciente a cada nueva “persona araña” que aparece (una es una joven del futuro que tripula un robot “kawaii”, otro un personaje del policial negro, y también hay un cerdo parlante)- y hasta arte callejero, el “estilo” de Miles Morales, nuestro nuevo protagonista. Ampliamente celebrada por esta creatividad visual, un ejercicio de valentía estética en una industria que atraviesa un momento fuertemente conservador, la cinta trasciende también el culposo mandato de la Hollywood actual que pide diversidad ante todo: hay un protagonista mitad negro mitad latino y dos mujeres araña (una japonesa), pero la multiculturalidad de “Spider-Man: un nuevo universo” se expresa en la convivencia de estos tipos diferentes de trazos, que son diferentes expresiones de diferentes culturas, épocas, géneros, tradiciones. En la convivencia de múltiples dimensiones expresivas, infinitas posibilidades creativas. Así, el convencional mensaje heroicista del contenido del filme (cualquiera puede usar la máscara, un mensaje particularmente apto para un superhéroe “de a pie” como Spidey) cobra dimensiones físicas al fusionarse con la forma, abandonando el mero experimento visual y convirtiéndose en un manifiesto por la diversidad individual y cultural: “Spider-Man: un nuevo universo” expresa en sus ideas y su animación que todas las culturas tienen voz, que todos podemos expresarnos. Nadie debe conformarse, achatarse, para encajar, dice esta fábula “coming of age”: la historia de Miles (animado realizando los característicos movimientos del héroe “a su manera”) adoptando la máscara no es tanto la de un superhéroe aprendiendo eso de la responsabilidad, sino la de un artista aprendiendo a expresarse. ¿Pero entonces ‘Spider-Man: un nuevo universo’ es una película de esas llamadas “políticas”? Una película sobre mundos irreconciliables colaborando entre sí en la era Trump, y una cinta que desde dentro de la industria subraya como el consenso global ha reducido las expresiones culturales (de la animación, del arte, de la cultura, hoy “starbuckizada”, desprovista de sabores particulares) no puede no serlo.
Secuelas. Ese intento cinematográfico de seguir exprimiendo a la gallina de los huevos de oro que se ha vuelto omnipresente, junto con otras derivaciones que se alimentan de la nostalgia (precuelas, spin offs, remakes, reboots…), en la industria del séptimo arte. Amamos odiarlas, mofarnos de ellas. Pero un gran problema de este siglo XXI es que varias de ellas son aptas. Buenas. Muy buenas, incluso. “Wi-Fi Ralph”, segunda entrega de la saga de “Ralph el Demoledor”, es de esas muy buenas secuelas. Como la primera entrega, usa utiliza de forma creativa el imaginario popular para crear una infinidad de mundos con reglas propias: la animación es un medio único para explorar mundos de fantasía sin límites, y aunque la acción real a menudo intenta expandir las fronteras de la tecnología para explorar universos subacuáticos, alienígenas, hipertecnológicos o posapocalípticos, a menudo asoman mucho más falsos, con sus gomosos gráficos generados por computadora, que los mundos animados que abandonan toda pretensión de realismo y se entregan a la imaginación de sus creadores. Y al igual que en la primera entrega, “Ralph” es lo suficientemente inteligente para no quedarse en esas superficies de placer y sus referencias pop derivadas (que se multiplican en esta segunda parte, en el universo de infinitas oportunidades de la web que escapa de las limitaciones de la nostalgia del fichín en que se basaba la primera entrega). Tampoco elige esta secuela recostarse en los laureles de la anterior entrega: “Wi-Fi Ralph” construye una historia diferente, con otra protagonista (quien lleva la trama es Vanellope, la princesa del ‘Sugar Rush’, y no Ralph) para traer a la trama nuevas problemáticas que hacen parecer a esta segunda entrega actual, relevante, y no otro producto en serie realizado por un equipo de calculadores productores. Seguro, hay algo de “película de comité” en “Ralph”, que al igual que “Los Increíbles 2” invierte su primera entrega y pone al frente a las mujeres para adecuarse a los tiempos de cambio que soplan en Hollywood. Ahora, donde la cinta superheroica repetía muchos de sus temas, trucos y giros, esta se siente absolutamente renovada por el espíritu, los planteos y problemas de Vanellope. Es que la trama del simplón Ralph parecía resuelta tras una película (de hecho, el personaje comienza el filme contando lo satisfecho que está con su vida); su compañerita de aventuras, en cambio, era una candidata más probable al descontento y a los problemas: ya no le alcanza con la vida en 8 bits, lo que dispara una nueva historia que en su corazón, como la primera, tiene la búsqueda de un hogar, de un lugar de pertenencia. Y la gran idea de “Ralph” es que el Demoledor no comparte ni comprende este deseo de emancipación del fichín, convirtiéndose a menudo en un estorbo (incluso, un villano) para el deseo de Vanellope, alegoría a relaciones paternales o amorosas sofocantes propias de un comportamiento entre inseguro y algo machista. En esa tensión entre el bienintencionado pero sofocante Ralph y la exploración de Vanellope de su deseo (en el mundo infinito de internet al que llegan conducidos por el MacGuffin de la trama un volante para “Sugar Rush” que tienen que comprar en eBay; el único universo que parece poder contener los picos de azúcar de la protagonista) se encuentra el poderoso y emocionante corazón de una película que tira por la borda viejos esquemas de buenos y malos para construir una sorpresiva y matizada visión de las relaciones modernas. Sí, todo esto en una película animada (género tan menospreciado y en plena expansión de fronteras en su forma mainstream), con chistes, referencias, acción y colores para toda la familia. Y sí, todo esto también, en una secuela.
Llegada cierta edad, uno intenta volver a habitar los universos en los que fue feliz, o en los que piensa que fue feliz, fórmula de la cual están sacando particular partido los estudios, aprovechando el síndrome de Peter Pan que afecta a toda una generación (a mi generación). Porque, ¿para que crecer si se puede seguir viendo películas de “Star Wars”? Más aún, si se trata de películas como “Solo: una historia de Star Wars”, la nueva aventura de la saga espacial aparentemente infinita (se preparan spin offs secretos, una serie de televisión y una nueva trilogía, además de los libros, historietas, series animadas...), que marca un regreso a la aventura clásica que la edificó como el fenómeno de masas que es hoy. Abrevando en la tradición de la primera cinta de la saga, esa peripecia burbujeante e inocentona, “Solo”, retrato de cómo el personaje, interpretado en el pasado por Harrison Ford y en el presente (el pasado del personaje) por Alden Ehrenreich, pasa al mundo adulto (es decir, pasa de ser un maleante con buen corazón y esperanza a un maleante con buen corazón y cinismo), se construye como una película ágil y feliz, sin pretensiones más que divertir a su audiencia y extender un poquito ese universo que nos encanta habitar. Ese regreso al costado más “naif” de la saga no asoma como casual, luego de que las primeras dos entregas de la nueva trilogía, particularmente “El último Jedi”, intentaran llevar los mitos de la franquicia a nuevos horizontes, adaptando los viejos conceptos de bien y mal a una nueva audiencia (después de todo, los jóvenes son el motor de la industria del entretenimiento), una movida que llevó a críticas de los fanáticos más acérrimos, y que recargó las últimas entregas de la galaxia muy muy lejana (incluido el primer spin off, “Rogue One”) de temáticas políticas y actualidad: si bien en “Solo” hay alguna alegoría de las guerras, y algunas apuestas a una dimensión menos clara de la división entre bien y mal, la película procura volver a esa superficie rápida y sencilla de la aventura clásica que, en todo caso, habla de emociones, de ideologías y de humanidades sin recargar las tintas y bajar línea: lo que prima es la peripecia, y es la peripecia la que narra lo que piensa la película sin deletrearlo. En este sentido, la película dirigida por Ron Howard desde el despido de Phil Lord y Chris Miller (los realizadores de “La película de Lego” que fueron despedidos a mitad de camino) se asume como una cinta menor, marginal dentro del nuevo canon construido por Disney, y decide tomar su menor relevancia como un fuerte, una libertad: aunque seguramente hubiese sido una película mucho más libre bajo las mentes desquiciadas de Lord y Miller, la cinta decide divertirse desde los bordes de la franquicia, y entregar lo que el espectador y el hincha (porque ya se es hincha) pretenden, sin pretensiones. EL LADO B Claro, el regreso de la franquicia a un estadío más sencillo y clásico la vuelve, también, más predecible: “Solo” casi no toma riesgos, presenta una historia de manual, con el vértigo manufacturado por set pieces de acción espectaculares pero no demasiado ocurrentes, una apuesta más por el bochinche que por la creatividad. Su apuesta por el hincha clásico de “Star Wars” se revela algo calculado en algunos momentos de “fan service” demasiado subrayados, menciones a objetos y personas de la saga que, salvo excepciones, aparecen en pantalla como para tildar el casillero, cumplir con los dados dorados, los guantes, las frasesitas, pero sin real carga emocional. Estos momentos, para colmo, son a veces subrayados por la música incidental citando y variando las viejas melodías de John Williams (la banda sonora la firma John Powell). En estos momentos queda revelado que si bien hay un aspecto de libertad por ser una película “menor” de la franquicia (y en la cual la audiencia no depositaba demasiadas expectativas tras los despidos de los primeros directores), la pesada mano del estudio continúa dictando y homogeneizando lo que tiene que mostrar el producto final. Algunos hasta podrían ver en “Solo” un producto hecho “por comité”, por dictado, pero el resultado final es igualmente imbuido por estos momentos pedidos por el estudio y por la vida que le insuflaron los actores a sus personajes (brillante Ehrenreich, sobre quien había dudas; el Lando Calrissian de Donald Glover ya ameritó que Lucasfilms anunciara un spin off en torno a él) y la eficacia de Ron Howard, avezado director que tomó el timón en clara misión de divertirse con lo que terminaría siendo una feliz aventura de robos de trenes, persecuciones y tiros, amistades y traiciones.
“Isla de Perros”: una película dog friendly, con un amigable mensaje político hacia los descastados en tiempos de inmigraciones, que homenajea la cultura japonesa, realizada mediante animación stop motion, dirigida por Wes Anderson. Esta objetiva enumeración de características podría significar, desde ya, la cumbre del hipsterismo, esa vertiente joven y canchera (ya en retroceso) que se queda en las superficies bonitas y en las poses antes de explorar verdaderas bellezas y rebeldías. Pero Anderson vuelve a demostrar que es mucho más que lo que dicen que es, mucho más que un virtuoso cineasta intelectual con aires afectados, con una obsesión por los planos armónicos y las paletas de colores pastel, con una estética que desborda el cine y se convierte en diseño y, por lo tanto, en un artefacto prediseñado, frío. Es una sensación recurrente al visitar, sin prejuicios, el cine de cineasta tejano: no son pocos los que esperan personajes afectados y un culebrón “emo” que añora tiempos aristocráticos, y colisionan con un cine exquisitamente artesanal, rico en matices, personajes de dolorosa autoconciencia y una nostalgia que lejos de la pose chic es por momentos el anhelo descorazonante por una armonía, una belleza, perdida en el mundo hiper moderno. Una sensación que creció particularmente con “Budapest”, que volvió sus preocupaciones particularmente políticas, ampliando su cine desde conflictos aparentemente interiores a problemáticas globales: esta tendencia se profundiza en “Isla de Perros”, un alegato por la inclusión que es también, en días de avasallante hipermodernidad, una oda a tiempos artesanales (los del mítico Japón, los de la animación que podías tocar). Tiempos donde la basura no formaba islas. Tiempos probablemente míticos. Pero, además y sobre todo, “Isla de Perros” es una aventura clásica, preciosa (nunca preciosista), melancólica y burbujeante.
Lo primero que debe decirse de “Deadpool 2”, secuela de la película para adultos más vista de la historia, es que no decepciona: su público, compuesto de jóvenes adultos adiestrados en los nombres, las formas y las convenciones del género superheroico, esperan encontrar en el personaje empujado a la vida por Ryan Reynolds (un éxito absoluto contra todo pronóstico) una veta distinta al superpoblado género, un entretenimiento feliz y sorprendente, y la segunda entrega les ofrece esa oportunidad para la risa constante y delirante. Lo segundo es que esa risa asoma algo menos natural que en la primera entrega, donde la sensación del público, tras una década de dominio de la comedia adocenada de Marvel, era: ¿realmente están haciendo esto? Pero en esta segunda entrega, esa veta corrosiva, y autocorrosiva, cede su lugar a la referencia, y la autorreferencia: se reproducen los chistes sobre la taquilla, el humor juega en exceso con la actualidad. Y Deadpool tiene hasta algunos momentos de ¡corrección política! En este sentido, el aspecto que más sorprende es el giro de la saga (es saga: hay dos y habrá al menos cinco, contando posibles “spin offs”) hacia lo dramático. Josh Brolin, que aportó toda su gravedad a Thanos, compone aquí un Cable con menos peso que el villano púrpura de “Infinity War”, pero bastante más gracia que las contrapartes de nuestro superhéroe vestido de juguete sexual preferido en la primera entrega. Su Cable se mantiene fuera del registro del humor (“¿estás seguro que no sos del Universo DC?”, le dispara Wade) lo cual aporta un contrapunto hilarante pero determina el cambio tonal entre la primera parte, menos anclada en conflictos reales, y la secuela, que tiene su eje no en el disparate sino en “temas serios”. Particularmente la “familia”, el tema central de la secuela que, sí, tiene “mensaje”: así anuncia el propio Wade, un poco en sorna pero, finalmente, un poco en serio. Como el mutante, la película decide utilizar sus superpoderes para la corrosión “para el bien” y pelear no por sí mismo sino por una causa mayor: Deadpool se vuelve capitán de la diversidad y las familias no convencionales, defendiendo al mundo de los abusos que son el origen de la villanía del mundo. El efecto conseguido es el deseado: aún si bordea la convención y la corrección, la película crece en riqueza y potencia emocional. Pero entre este elemento solemne que se introduce subrepticiamente en la saga donde no importaba nada, y la falta del elemento sorpresa, la batería de bromas y parodias suena dispar, con aciertos y errores (y referencias que nadie, salvo un estadounidense empapado en la cultura pop del 2018, puede conocer). Las primeras críticas de la cinta afirmaban que, respecto a la primera, esta segunda parte es más ajustada. Es cierto: al ser pura parodia, la peripecia de la primera parte parecía desganada, un trámite que había que cumplir, hombre rescata mujer y aprende lección, etcétera. Las peleas desbordan un filme por momentos ruidoso y con un exceso de “set pieces” de acción (¡subió el presupuesto!), pero la trama se encuentra arraigada en la emoción, al igual que buena parte del humor. Ahora, ¿el timing cómico es efectivamente más ajustado? Tranquilamente podría argüirse que se trata en realidad de un humor un poco más domesticado, menos corrosivo, menos desfachatado y caótico que en aquella primera y ciertamente desprolija primera entrega. Un humor que ya no se ríe de todo. De todos modos, por acumulación, como diría Juan, “Deadpool 2” “arrasa como topadora” y vuelve a aportar a una cartelera abarrotada de superhéroes de goma una opción más fresca en el marco de un fenómeno que cada año se vuelve más serio, una burbuja anabolizada con la presunción de su propia importancia que amenaza cada año con estallar, y solo crece y crece. Santo antídoto, entonces, este Deadpool.
La comedia argentina tiene una larga tradición, pero en los últimos años se volcó hacia vertientes demasiado inclinadas al costumbrismo y a cierto gesto televisivo exasperado y subrayado (que ha dado grandes resultados en la taquilla, por cierto): de ese lugar procura rescatar ese noble y feliz género (que no necesita que lo rescaten: es inmortal) Juan Villegas en su regreso a la ficción con “Las Vegas”, que muestra su habitual solvencia y sencillez abocada a su película más suelta. Con un ojo en la comedia clásica hollywoodense, su economía narrativa, la humanidad de sus personajes, su melancolía y su esperanza, y el otro en la desfachatez de la Nueva Comedia Americana, Villegas teje una historia de dos padres separados de 35 años que no se deciden a ser adultos: a la deriva, la casualidad (o el destino) los ataca cuando se encuentran un verano, por casualidad, en Villa Gessel. Ella es una brillante Pilar Gamboa, con un timing cómico ajustadísimo y una enorme capacidad para dar corazón a su personaje y evitar que su criatura volátil se vuelta caricatura. Él es Santiago Gobernori, el típico vagoneta con sueños de grandeza. Ella fue con el hijo de ambos (Valentín Oliva, más conocido como WOS, campeón de freestyle nacional y gran revelación); él con su nueva novia, una joven estudiante latina que revela que ya aflora en el esa crisis de la mediana edad. De ese casual encuentro, puntapié para toda buena comedia, emana el descontrol posterior, narrado con enredos clásicos, burbujeantes diálogos y también con humor físico, que Villegas aborda sin miedo; pero, sobre todo, la cinta es narrada con gracia, sencillez y una ternura que crece a medida que los personajes se revelan (a sí mismos y al espectador) a la deriva, mientras coquetean la idea de revivir un viejo amor y de retomar el control del destino que les hizo una jugada que puede ser catastrófica o brillante.
“Custodia compartida”, de Xavier Legrand.- Si uno no supiera que se trata de la ópera prima del actor Xavier Legrand, pensaría al ver “Custodia compartida”, ganadora del León de Plata a mejor dirección en Venecia, que está frente a la obra de un avezado autor capaz de manejar géneros y tonos con experta solvencia: filme de tres actos, cada parte propone un giro sutil pero radical en la forma, cada cambio tiene una intención y es desarrollado con gran eficacia. En la primera escena queda definida la forma de la primera parte: un padre, una madre y sus abogados discuten sobre la custodia de un chico. Él pide custodia compartida, ella pide que por favor no, jura que su ex marido ha tenido conductas inapropiadas, violentas, él desmiente. La jueza mira desaprensiva las acusaciones cruzadas, los trata de mentirosos a los dos con burocrática frialdad. Todo indica que estamos ante una nueva entrega de ese cine francés de estética realista, casi documental, que ha dado algunos de los exponentes más intensos del país europeo en los últimos tiempos, desde “Entre los muros” hasta “120 latidos por minuto”. Legrand juega con esta forma durante la introducción: algunos comportamientos del papá parecen exasperados, pero también algunos de la madre, que se resiste a dejar que el padre vea al hijo aún cuando la jueza así lo ha dictaminado. La cinta parece en esa primera media hora retratar puntos de vista opuestos de manera ecuánime, buscando mostrar no tanto quién tiene la razón como los efectos de un divorcio en un chico, atrapado en el fuego cruzado. Pero de esa descripción realista, casi periodística, la cinta se extraña minuto a minuto: el padre se revela violento, persigue a su ex, agrede a su hijo, y mientras la película avanza, durante el tramo medio, en la denuncia de la violencia doméstica, avanza hacia el terror que estalla en el final. Algunos especialistas consideran esta caída al abismo como la porción menos interesante del filme: la lectura analítica y distanciada queda anulada ante la aparición de un villano más grande que la vida, parte de la convención de un género que rara vez apuesta por la sutileza. La película se torna más panfletaria, menos matizada. Pero Legrand pretende escapar de esa desaprensión realista, esa distancia fría, y ensayar un relato descarnado del terror psicológico de las víctimas de violencia (el terror es, después de todo, la metafísica del cine). El director hace gala de su manejo de las convenciones narrativas, genera efectos y atmósferas intensos con una economía de recursos y un puñado de recursos clásicos como el uso del fuera de campo, de la oscuridad y, sobre todo del silencio. En esa escena final: el silencio (clave de otra cinta valiosa que continúa en cartel, “Un lugar en silencio”) construye suspenso pero también opera como una carnal metáfora del silencio de las víctimas, de la parálisis metafísica, del pánico.
La cámara de cine se coloca donde se coloca, al menos en el cine clásico, no por efecto de ninguna casualidad: contando la historia a grandes rasgos (y con la consecuente falta de matices) filmar a la altura de los hombros facilitaba el “efecto de verdad” que quería transmitir el cine de industria desde sus albores, porque la cámara mostraba cómo los ojos ven en el mundo real. Desde ya, esta perspectiva ha sido quebrada en múltiples ocasiones, pero permanece como una especie de “gramática”, de lenguaje, básico, convencional en tanto el espectador se ha acostumbrado a mirar ese tipo de cine y, en efecto, la cámara consigue así esconderse, escondiendo junto a ella el artificio. La problemática histórica de este punto de vista es que la cámara, durante décadas, se situó junto al protagonista blanco, masculino, etc., provocando la identificación del espectador con ese personaje y, por lo tanto, con esa lógica: la repetición del ejercicio anulaba otras lógicas, otras experiencias posibles. En su primer filme, Carla Simón, en una decisión valiente, decidió ir contra esta convención y narrar “Verano 1993” desde la perspectiva de una chica, Frida, que pierde a sus padres y es adoptada por sus tíos: el primer verano de la jovencita, intentando adaptarse al hogar mientras tramita lo imposible de tramitar, la pérdida de los padres, es el eje de la película catalana estrenada ayer, un año después de mostrarse en el BAFICI, donde fue premiada, como en Berlín y en los Goya. La cinta fue incluso seleccionada para competir para España por los Oscar, tras sorprender en todo el mundo con una sensibilidad delicada como el rocío para tramitar un tema que, en manos menos delicadas, podría haber sido un festival de golpes bajos para provocar ríos de lágrimas: Simón contiene todo el tiempo la emoción. La respiración de la película se mimetiza con la de su protagonista, la pequeña Frida, ella también detenida, paralizada por lo insondable de la muerte, por lo abrumador del nuevo hogar, porque la opera-primista procura narrar al lado de su criatura, desde su perspectiva, mostrar su mundo sin juicios, sin moralejas, sin didactismos, a pesar de tratarse de una película donde los “primeros padres” de Frida mueren de sida y los “segundos” hacen lo que pueden para adaptar a la chica. La cinta busca mostrar, de un modo tan naturalista y tan logrado que parecería imposible para una ficción, y con un grado de contención que parecería imposible para una ópera prima basada en experiencias personales. Simón lo consigue (¡en su primer intento!) y el resultado es hermosamente devastador: una película preciosa que, con su cámara puesta en Frida, consigue que el espectador viva y comprenda y empatice, aún en sus momentos de reacciones más caprichosas y peligrosas, con la valiente criatura que hace lo que puede para transitar un dolor imposible.