Menos superhéroe que antihéroe, Deadpool es uno de los cómics menos ortodoxos del universo Marvel. El ex militar Wade Wilson (Ryan Reynolds) usa sus habilidades, entre las que no descarta un ácido sentido del humor, como mercenario justiciero de patoteros urbanos. Un día desmaya frente a su novia, Vanessa (Morena Vaccarin), y los médicos le diagnostican cáncer. El siniestro Dr. Killebrew lo visita y le propone una cura: convertirlo en mutante. Durante el tratamiento, Francis, alias Ajax (Ed Skrein), que en su caso tiene los nervios anestesiados para resistir el dolor y aumentar su fuerza, debe torturarlo para que el gen mute y derrote al cáncer; cuando esto ocurre, Wilson se quema como una salchicha pero consigue la habilidad de regenerar su cuerpo. Perseguido porque en esas condiciones no podrá ver a su novia, cubre su rostro y cuerpo y, como Deadpool, sale a buscar revancha. Esto último ocurre en los primeros minutos; la historia del personaje se cuenta en un extenso flashback donde Reynolds hace gala de un desconocido don para la comedia. Porque el fuerte de Deadpool es el humor, aparte de desmadradas dosis de violencia. Deadpool dispara bromas por dentro y fuera del universo Marvel (uno de los blancos es el propio Reynolds, coproductor del film), y si bien la calidad es dudosa, la apuesta por algo distinto, opuesto a los adustos X-Men, es loable. Una batalla final entre ambos personajes y sus laderos, Colossus y Angel Dust (la ex kickboxer Gina Carano) es una sobredosis efervescente que los fans sabrán agradecer.