El personaje Deadpool es un personaje de quiebre dentro del universo Marvel, tan alejado de estereotipos del héroe clásico que se acerca, en la adaptación fíllmica de Tim Miller “Deadpool”(USA, 2016) a la reciente “Ant-Man”, principalmente en cuanto a no tomarse en serio el cine de comics y reinventar un nuevo sistema narrativo que además centrifuga la cultura popular en cada escena.
“Deadpool” se centra en Wade Wilson (Ryan Reynolds), un matón que un día ve como su mundo perfecto junto a su mujer (Morena Baccarin) y sus anhelos se derrumban al detectarle un cáncer terminal e irreversible.
Mientras toma la decisión de alejarse de Vanessa (Baccarin) le aparece una posibilidad de entrar en un programa que lo convertirá en un ser poderoso, pero nunca terminan de aclararle las verdaderas consecuencias.
Así, desde la clandestinidad, no sólo deberá intentar buscar venganza y aniquilar a aquellos que no fueron claros a la hora de ofrecerle la panacea, sino que, además, deberá mantenerse alejado de su mujer para evitar que ella vea cómo realmente es.
Leyendo así la simple línea de la historia, uno puede pensar que una vez más la venganza como motor frente a la inevitable aceptación de lo imposible de revertir (en este caso la apariencia), puede ser reiterativa como tema del universo creado por Stan Lee (que por cierto tiene en “Deadpool” uno de sus más divertidos cameos), sino basta ver los conflictuados Hulk y La cosa, como para mencionar sólo a dos personajes, pero en “Deadpool”, el humor es aquello que termina redoblando la apuesta y reforzando su idea central.
Wade es un malhablado, buscapleitos, negador de la realidad y que a fuerza de puño y patadas se ha hecho un lugar dentro del mundo de la lucha contra el crimen. Si bien intentó mantenerse alejado de la captura sentimental, al conocer a Vanessa su idea sobre las relaciones cambian, y así como la película va y viene con flashbacks hasta el momento inicial de su poderosa transformación y lucha, también sus pensamientos mutaron al enfrentarse primero a la cruel realidad de la enfermedad y su mortalidad, y luego ante un cambio inevitable que lo convirtió en un ser de la oscuridad.
El hábil e ingenioso guión de Paul Wernick y Rhett Reese, además, pudieron condensar no sólo el cinismo y la ironía del personaje, sino que, además, fueron más allá potenciando esa veta única e inimitable de Deadpool con las mútiples referencias a la cultura más popular, aquella a la que el personaje termina perteneciendo.
Si Ryan Reynolds hace bromas con sus anteriores participaciones como héroe de filme basado en comics (por favor no me den un traje verde), es también porque acepta que el contrato de lectura de “Deadpool” permite la infinidad de licencias en las que la identificación del espectador evitará considerar a la película como un filme de ruptura.
La presencia de la mirada a cámara (más allá que detrás de la máscara del personaje no veamos los ojos) y la mención constante a la cuarta pared y su corrimiento, también hacen de “Deadpool” un objeto interesante más allá de su propuesta, en la superficie, de filme de género.
En “Deadpool” se hace todo bien, y el disfrute es innegable e imposible de no asumir que estamos ante una de las comedias más bizarras e irreverentes, en el buen sentido, que el cine americano ha dado en los últimos años.