Presencia y movimiento
Valérie Donzelli cuenta un episodio doloroso de su vida sin considerar que sea en sí mismo un objeto cinematográfico; la directora pulveriza un material autobiográfico propicio para el naturalismo sensiblón y lo proyecta hacia una epopeya con un impulso vital conmovedor. Donzelli revela su intimidad y la trasciende con un manifiesto personal y poético: una película de combate, como indica su título original, en la que no se oculta el sufrimiento sino que se lo aborda con los fulgores de felicidad de la puesta en escena.
El principio de la película es la ruptura: los planos nunca están donde se los espera, el humor tampoco. Donzelli posee una sorprendente capacidad para mezclar tonos, ritmos y géneros sin que jamás resulte forzado. Entre desvíos y asimetrías, la directora consigue crear una dramaturgia natural de los cortes, las sorpresas y los momentos de saturación visual y sonora. En medio de tanto cine calculado, lo excesos de Donzelli son aire fresco. Algunas escenas especialmente estilizadas agitan el relato sin alterarlo: desde una carrera loca en el hospital hasta fragmentos de películas experimentales, pasando por voces en off con distintos narradores, fundidos prolongados o una canción de Benjamin Biolay interpretada por los dos actores mediante una sobreimpresión romántica.
Gracias a la constante prevalencia del personaje y su conflicto, la directora logra que el singular fervor de las soluciones formales no vaya en desmedro de la importancia de la historia ni de su profundidad. El tema es grave: una joven pareja descubre que su hijo de dos años tiene un tumor cerebral. Y sin embargo, la película es vivaz. El prólogo descarta cualquier especulación sentimental con la enfermedad: sabemos que el niño no va a morir con las operaciones que sufre porque la película comienza con Juliette (la propia Donzelli) junto a su hijo de unos ocho años pasando un scanner cerebral.
Luego de esta declaración de principios, estalla un torbellino de ideas que resume el enamoramiento de la pareja. Todo comienza en una fiesta: música punk-rock y un intercambio de miradas, Romeo le tira un tic tac a Juliette desde la otra punta de la habitación y Juliette lo atrapa con la boca, se besan y es un flechazo. La película se apropia de los signos de la ciudad y avanza al ritmo de la descarga eléctrica que circula entre los amantes: una carrera por la calle, paseos en bicicleta, juegos de quermese y un intercambio de libros de Cocteau sobre la música de George Delerue. En apenas diez minutos de singular vértigo narrativo, conocemos a la pareja y conocemos el problema.
La música termina sobre la imagen de El origen del mundo de Courbet y el llanto de un bebé. Comienza un nuevo capítulo: la llegada del niño. Las noches en vela y la tensión entre los padres anuncian el drama por venir. Es notable lo que Donzelli genera filmando espacios tan anodinos como un hospital. El corralito de un bebé puede ser terrible y natural al mismo tiempo sin necesidad de primeros planos ni otro subrayado visual. Los recursos de la directora son inagotables: un gag descomprime el peso trágico de un examen médico, una canción le resta énfasis a la sacudida de una terrible noticia y un reencuadre de la pareja ante los médicos contagia solidaridad. Cada movimiento posee una vibración esencial. La guerra termina. El candor de Valérie Donzelli irradia toda la película y hasta los títulos finales resultan emotivos.