Autobiografía, ficción y realidad
Los protagonistas sufrieron con su hijo en la vida real una experiencia similar a la que se cuenta en el film: a un niño de un año y medio le detectan un tumor cerebral y debe ser operado. La película no incurre en golpes bajos, pero tampoco afianza su personalidad.
“¿Saben cuál es la diferencia entre Dios y un cirujano?”, les pregunta una doctora a los protagonistas. “Dios no cree ser cirujano”, es la respuesta. En manos de un cirujano, más precisamente un neurocirujano, se ponen los papás de Adán, a quien al año y medio de edad los médicos acaban de detectarle un tumor cerebral. Una experiencia semejante a esa tuvieron años atrás la actriz, directora y guionista Valérie Donzelli y su marido por entonces, el actor Jérémie Elkaïm. Aunque estén separados, se reunieron para escribir el guión y protagonizar La guerre est declarée, que en Argentina se estrena con el título Declaración de vida. A quienes reculan ante toda película que contenga una enfermedad grave habrá que hacerles saber que aquí lo que empieza mal termina bien. No se está incurriendo en ninguna infidencia grave al hacerlo: la propia película anticipa tempranamente ese desenlace. Por otra parte, si de algo huye visiblemente el film de Donzelli es de refregarse mórbidamente en el dolor: ésa es una de sus virtudes.
Declaración de vida es, de hecho, un film en fuga. En fuga de todo posible cliché genérico y en forma de fuga, también. Es evidente que Donzelli y Elkaïm comprendieron rápidamente de qué clase de cosas debían cuidarse: de todo desborde melodramático, golpe bajo, chantaje emocional o tentación lacrimógena. Para resguardarse de ello recurrieron a lo contrario: la energía vital, la vitalidad narrativa, el pop liso y llano. Todo esto queda claro en cuanto la película empieza. Un flashback muestra cómo se conocieron los protagonistas: en una disco y por medio de un flechazo. Se miran, se gustan, se acercan, se besan y se van en medio del dance. Arrobada por el hombre que acaba de conocer, ella deja sin rubores a su acompañante. En la pantalla, un breve cuadro animado expresa el estallido del arrebato amoroso.
De allí en más se impondrá una energía lúdica y juvenil, que al realismo impuesto por el propio argumento y la condición autobiográfica opone el irrealismo de alguna carrera loca o reacción a contramano, algún ralenti, el relato-off en el que no se sabe bien quién narra, la breve escena musical en la que los protagonistas, en lugar de hablarse, se cantan. Lo cual a esta altura ya fue tan usado en el cine francés, que en lugar de rasgo de libertad pasa a ser un nuevo cliché, una esclavitud de otro signo, una reiteración. Si se lo usa en una única escena, como en este caso, un gesto inconsecuente. Es que ese carácter de fuga de Declaración de vida, ese permitirse probar libertades narrativas y formales, no siempre parece bajo control por parte de sus creadores. Así lo prueba también que el relato-off no sea llevado por una voz que no se sabe a quién pertenece, sino por tres distintas. Lo cual no hace más que triplicar el arbitrio.
A consecuencia de ello, Declaración de vida resulta una película simpática, comunicativa, en permanente estado de búsqueda y con actores capaces de transmitir (que ambos protagonistas hayan pasado por esta situación, y que sobre el final aparezca su propio hijo, debe colaborar con ello). Pero no llega a lograr del todo aquello a lo que Donzelli aspiraba, según declaraciones: crear, a partir de la autobiografía, una obra autónoma, con una fuerte personalidad propia. A diferencia de Un milagro para Lorenzo, donde una situación semejante daba lugar a una épica galopante, o del episodio médico de Caro diario, donde el genial Moretti reconvertía algo que en verdad le sucedió en una cruza de Kafka con Harpo Marx, Donzelli (¡cuya ópera prima estaba basada en una novela de Chester Himes, el más noir de los novelistas hard boiled!) queda navegando entre el intimismo realista de medio tono, el corte de manga al realismo, alla Arnaud Desplechin (el de Reyes y reina y El primer día del resto de nuestras vidas), cierto ludismo inconducente (los protagonistas se llaman Romeo y Julieta, una escena subraya de modo caprichoso los colores rojo y azul) y la grandilocuencia de ponerle al chico el nombre de... Adán. Merece destacarse que la película está casi enteramente filmada con una cámara de fotos, y no se nota para nada.