Guerras intimas, batallas públicas
¿Cómo contar la guerra interior, la batalla personal, la experiencia extrema? ¿Cómo contar la irrupción, abrupta, injusta, inexplicable de la enfermedad en un bebé? ¿Cómo contar el dolor, la emoción, la fatalidad, la recuperación? ¿Cómo contar el modo en que nos peleamos con la angustia, con la cercanía de la muerte, con la indescriptible sensación de no saber cuánto tiempo tenemos por delante? ¿Cómo contar el futuro, si es incierto, doloroso? ¿Cómo contar el presente, inexplicable, confuso?
Resulta interesante como Valerie Donzelli intenta responder estos interrogantes, que son viejos pero se reactualizan constantemente. Existe una voluntad férrea, certera, de contar ese relato abrumador, desdramatizándolo. Y esa voluntad que es estética , y por ende, ética también deviene en un interesante gesto de tranquilidad y protección frente al espectador. Sabemos desde la primera secuencia, que el niño está bien, con cuidados médicos, pero está bien; nos iniciamos en la película más aliviados. Los pies y piernas que aparecen caminando en la apertura de la película funcionan como un indicio de lo que vamos a ver, asistiremos a un recorrido, un itinerario a seguir. La desdramatización no sólo aparece desde la primera secuencia, sino que se nota en las decisiones formales que toma la directora y su equipo a lo largo de la película: la musicalización (cubriendo un abanico que va desde lo tecno hasta lo clásico), las canciones que cantan los protagonistas, el montaje dinámico que alterna, por ejemplo, secuencias de encierro hospitalario con ejercicios de gimnasia y carreras en el parque y también en la elección certera de no mostrar directamente escenas dramáticas. En la película, las puertas se cierran cuando se tienen que cerrar, dejando fuera de campo las intervenciones quirúrgicas, la terapia de rayos, etc. Vemos lo que la madre y el padre ven, nunca más allá de eso, cuando se cierran las puertas, también se cierra para el espectador la posibilidad de mirar. Vemos lo que ven esos padres, escuchamos sus voces, caminamos sus pasos, cantamos sus canciones. Donzelli y su marido son respetuosos con la enfermedad y con la institución médica (a la que además agradecen en los créditos finales de la película por una medicina pública, estatal y eficiente) y este respeto se refracta en el espectador.
Declaración de vida, Valérie Donzelli, Francia, 2011
A ese significado sabido, conocido que tiene que ver con la enfermedad, con el dolor, con lo inexplicable, Donzelli le concede otro significante: una forma que prefiere el montaje rítmico, vivaz, colorido, musical. En definitiva ese montaje es la fuerza vital que hace que el relato (y la historia que cuenta, como la vida tal vez) avancen hacia adelante con un vigor arrollador, incansable y es justamente ese “tono” del montaje el que impide la austeridad que en general tienen los relatos de este tipo de sucesos.
Tal vez la película tenga algo de exorcismo privado: contar esa historia es sacarla afuera, distanciarse, alejarla, un conjuro íntimo. Sabemos que la historia que cuenta Donzelli es real. La irrupción de la enfermedad, la madre, el padre, todos se anclan en una historicidad verdadera (de hecho los tres son los verdaderos protagonistas de la historia). Lo que Donzelli hace es poner a funcionar la maquinaria de la memoria emocional, cuenta su historia y con ella hace una pintura no sólo de ese momento sino de su generación, de su presente, de su territorio, de su familia. Parte de esa historia tan íntima, tan única y cuenta también el estado de situación de un mundo complejo pero sensible, su propia contemporaneidad. Esa juventud propensa a las fiestas, a las drogas, a cierta liviandad; esa familia que va mutando de sus formas primitivas a otras más abiertas, más heterogéneas (por ejemplo, en un momento se presenta a la novia de su suegra, que a su vez había sido madre soltera) recibe de golpe la irrupción de lo real en la forma incómoda de la enfermedad, de la anomalía. Flota una inteligencia sensible en este relato que de lo íntimo, de lo más personal va hacia el relato de un presente complejo y cambiante, urgente e imprevisible, al que hay que atender y del que hay que ocuparse.
La fisicidad de los lugares en los que transcurre la película suman sentido. Esos pasillos de los hospitales, asépticos y fríos, están sólo para ser recorridos, no son lugares de permanencia; ese afuera de las instituciones médicas, las puertas (como conexiones permanentes), los espacios verdes que los rodean, los estacionamientos ofrecen una mirada que no es agobiante, que no se encierra en el adentro, sino que abre y se expande hacia el exterior. La puesta en espacio de la película se genera en el adentro más profundo del relato de lo íntimo pero se proyecta hacia espacios abiertos, vitales, sensoriales, como las plazas, los parques de diversiones, las sillas teleféricas, sin descartar el componente adrenalínico que se genera en esta proyección. Tampoco es inocente mostrar que la casa donde se mudan está en constante reconstrucción; esa familia está en construcción, van a tener que arrancar despiadadamente no sólo el viejo papel que cubre las paredes, sino que van a tener que darle capas y capas de pintura, hasta que el viejo papel no se vea, no se note, no se sienta. Hasta que el hijo se recupere, hasta que la enfermedad desaparezca.
Declaración de vida trata de reconstruir la memoria emocional. De dar cuenta de una urgencia, de contar una historia con final feliz, de relatar una batalla privada, de poner de manifiesto una guerra íntima; para que al fin y al cabo el cine vuelva a tener, una vez más, el objetivo más preciado: que nos salve y nos protega.