El otro campo de batalla
Si alguien lee la sinopsis -hoy por hoy confundida con la crítica- de Declaración de vida, uf, las perspectivas son horrendas. Una pareja descubre que su hijo de 18 meses tiene un tumor cerebral y debe afrontar un cruel e incierto tratamiento de años. Para colmo, el título presagia algo peor en términos cinematográficos (el título argentino, porque el original es La guerre est déclarée): algo así como tras la larga y penosa enfermedad, un canto a la vida .
Tantos indicios malos, aunque hay que admitir que hay otros buenos, refuerzan la sorpresa al ver esta película ecléctica, difícil de encuadrar, jugada al límite. Un intento de aproximación es decir que se trata de un drama/tragedia en el que irrumpen, a modo de exorcismo o de catarsis, la comedia blanca y negra, el musical dolido o desenfrenado, cierto lirismo rabioso y un registro cercano al documental. Lo más llamativo es que Valérie Donizelli, directora, coguionista y protagonista, jamás abandona la línea del realismo. En todo caso, la subvierte y la retoma, una y otra vez, transmitiendo esa especie de irrealidad, de sube y baja maníaco depresivo, de locura transitoria que provoca la lucha contra las calamidades.
Donizelli -y éste era uno de los buenos indicios- sufrió una historia parecida en la vida real, junto con Jérémie Elkaim, su actual ex marido, coguionista y coprotagonista de Declaración... Así, la sospecha de manipulación del tema queda mitigada. Y se explica mejor la química intensa que uno percibe en pantalla: es claro que Donizelli y Elkaim, o sus personajes, se aman más allá de la extinción de la pareja. Y que, aun en los instantes en que logran gozar desenfrenadamente de su juventud, mantienen una suerte de telepatía de la angustia. Lo raro es que logren convertirla en arte. No tan raro: el amor y el arte son sus únicas, tal vez insuficientes, armas ante la ampliación del campo de batalla.
En esta película disruptiva, desbocada, filmada con una cámara de fotos, hay influencias de la nouvelle vague: desde Truffaut hasta Demy o Varda. La música, usada en contrapuntos, incluye una canción de Donizelli, con arreglos de Benjamin Biolay, que Donizelli y Elkaim cantan a pesar o causa del dolor. Al final, uno no siente que la vida es bella, sino compleja y ambigua como esta película.