Tal vez el hecho de que la pareja protagónica de Declaración de vida (la actriz y directora Valérie Donzelli y su marido Jérémie Elkaïm) tuvo que atravesar en la vida real la misma experiencia que se cuenta en la película explique el misterio de que un relato en el que un niño de 18 meses debe ser operado de un temor cerebral no sea ni lúgubre ni angustioso. ¿Un conjuro en fotogramas? ¿Un exorcismo psicológico tardío? ¿Un poco de narcicismo al servicio de la humanidad? Cualquier lectura que intente interpretar las motivaciones de los verdaderos protagonistas no podrá cuestionar ni la ética ni el poder del relato. Si hay algo que destila la segunda película de Donzelli es una desconocida vitalidad y un espíritu de combate que se traducen en el dinamismo de su montaje y en la actitud de sus protagonistas. Paradójicamente luminosa, la película de Donzelli es involuntariamente, y a pesar del simbolismo innecesario de los nombres (Romeo, Julieta y Adán), el retrato de una generación: las fiestas, la afición por el jogging, los entretenimientos elegidos, el liberalismo de la experiencia amorosa denotan un tiempo en el que predominan un feliz pragmatismo y un discreto espíritu de comunidad, lo que también puede inferirse de ciertas decisiones formales: la música electrónica elegida para acompañar algunas secuencias (a veces en contrapunto con algunos motivos clásicos) y el sentido rítmico de los planos constituyen un buen ejemplo, incluso en el pasaje musical donde parecen confluir una pretérita estética del musical francés y un clip. Más allá de estos señalamientos, Declaración de vida dispensa abiertamente un elogio al sistema público de salud, un aliciente para todos aquellos que se ven obligados a reinventar el orden de prioridades frente a una desgracia. El famoso recurso espiritual conocido como resiliencia, algo que también puede verificarse aquí, resulta menos abstracto cuando el Estado no es, precisamente, un mera abstracción.