Hemofilia pop
Al largo tren de películas como Crepúsculo (Twilight, 2008), sus secuelas y demás series televisivas (True Blood, The Vampire Diaries) se suma Déjame entrar (Let Me In, 2010), segunda adaptación de la novela del sueco John Ajvide Lindqvist, Deja entrar al indicado, publicada en el 2004.
El mito vampírico, bajo tal o cual nombre, es universal; en occidente predata la cultura griega. El modelo canónico del siglo XX fue el de Bram Stoker y su elegante Drácula: a él le debemos los crucifijos, el ajo y los espejos, pero por sobre todo la sensualidad de su figura. La hemofilia no es ninguna moda, ni como figura poética ni como vehículo romántico, pero en una cultura de masas obsesionada con fetichizar la sexualidad del adolescente, la pulsión de la hemofilia se convierte en pulsión sexual, y nada mejor la encarna que la flor de la pubertad.
La versión norteamericana de la novela mueve la acción a los nevados suburbios de Nuevo México a comienzos de los ‘80 para seguir los movimientos de Owen (Kodi Smit-McPhee), un joven púber socialmente inadaptado en la escuela, y Abby (Chloe Moretz), la “niña” vampiro que se muda al vecindario junto a su guardián (Richard Jenkins). La sed de ella desata una serie de crímenes cuya investigación constituye un blando eje policial recorrido por uno de esos solitarios detectives de película (Elias Koteas).
Los vampiros deben ser invitados por el dueño de casa para entrar en un hogar, y esto es lo que hace Owen con Abby. El la “deja entrar”. El acto da título a la película e invierte notoriamente los roles de género arquetípicos del hombre y la mujer. Al dejarse penetrar simbólicamente por su interés romántico, el masculino entra en relación de dependencia con lo femenino, y será ella quien lo saque de apuros a él, cual damisela en peligro. Esta relación (y la química entre los actores que la interpretan) es el eje central del film, mezcla peculiar de asco, fascinación, cariño y amor, con todos los problemas que ello implica.
El romance entre dos adolescentes es inevitable. Entre dos niños con cuerpos de doce años, es una incógnita; y ya con tendencias caníbales y asesinas, es un problema. El texto base de Lindqvist propone incesto, pedofilia, homosexualidad y la formación de identidad sexual como temas a tratar a través de la figura del vampiro. La adaptación sueca atenúa algunos de esos aspectos, mientras que la norteamericana, tantos otros. Aquí se removió el estupro de la novela y se cambió el sexo de Abby (en el original, Eli, un niño castrado) para sortear el tabú de la homosexualidad.
Las remakes hollywoodenses de exitosos films extranjeros suelen ser anticipadas con resentimiento desde el vamos. El film de Matt Reeves consiguió lo que pocos intentan y menos logran: fidelidad a la trama y el espíritu de sus fuentes. Es, quizás, demasiado fiel –a pesar de su supuesta “nueva interpretación” del texto base, el film es idéntico en casi todo a la primer adaptación, salvo en cuestiones de comercio y censura. Felizmente, por su cuenta, el film recupera en el proceso lo que el género ha perdido en los últimos años: miedo, horror y cántaros de sangre.
Matt Reeves se aleja de la prosa púrpura de Stephenie Meyer y su clónica saga para presentar una relación humano-vampiro con toda la brutalidad problemática que implica. La diferencia ideológica entre Meyer y Lindqvist (compararlos es un buen ejercicio) es que, para Meyer, el amor todo lo puede; para Lindqvist, el amor puede algunas cosas, y la contingencia de una violenta realidad puede las otras.