Uno se prepara para ver Demonio de medianoche y los augurios no son buenos: película de bajo presupuesto que llega con dos años de retraso, sin estrellas ni nombres conocidos (salvo por el de Robert Englund, pero que tiene un rol secundario), a cargo de un director igualmente ignoto y con un monstruo algo gris que parece hecho a las apuradas con retazos del género. El relato comienza hace poco más de sesenta años, con tres chicos que juegan un juego maligno que consiste en invocar al Midnight Man del título y tratar de sobrevivir hasta su partida unas horas después. La película cuenta este prólogo casi con desgano, los chicos son niños random casi sin rasgos y el terror funciona a medias; ese descuido narrativo, curiosamente, convive con una puesta en escena que presta una atención infrecuente al espacio, la luz y la nitidez de la imagen. Lo que sigue no hace más que confirmar esa tensión, como si por entre las imágenes circulara la creencia de que el terror debe ser un asunto de sofisticación audiovisual antes que de ingeniería narrativa.
Anna se queda en un caserón perdido para cuidar a su abuela senil. Si la casa es tenebrosa, de la vieja mejor ni hablar. Anna acuesta a la abuela y en eso llama por teléfono Miles, un amigo de la infancia que le dice de salir y, cambio de planes mediante, decide ir a pasar la noche con ella. Por obra de alguna atracción malévola, los dos revuelven una valija con cosas de la abuela y encuentran un paquete envuelto que resulta ser un juego desconocido. Abren el paquete, estudian las reglas, la vieja se les aparece, advierte algo entre gritos y maldiciones y se desmaya; llaman al médico, llega Robert Englund en plan sabio y arregla todo; Anna y Miles se ponen de nuevo con el juego, invocan al Midnight Man, pasan cosas terribles, aparece una amiga de la nada (la verosimilitud no es algo que preocupe sobremanera al guionista) y ahora son tres, como los nenes del comienzo, los que van y vienen por la casa siguiendo puntillosamente las reglas del juego y cuidándose de las trampas del monstruo.
Nada especial, el relato es más bien soso y la película lo sabe, por eso incluye pocos jump scares, como si fuera consciente de que su fortaleza no reside ahí sino en otro lugar, en el apartado audiovisual, de una improbable sofisticación. Desde las primeras escenas, Travis Zariwny demuele prejuicios sobre el terror clase B: el relato, genérico, sin demasiados ornamentos, es un vehículo elemental para el lucimiento de una puesta en escena elegante que economiza en montaje y apuesta por planos largos y amplios que explotan la belleza lúgubre de la casa y de sus grandes habitaciones y pasillos oscuros. De a ratos, el miedo surge menos de las alucinaciones de los personajes y de las apariciones del monstruo que de una cierta forma de trabajar los espacios, de tensarlos y enrarecerlos hasta volverlos fuentes potenciales de peligros que no se muestran. Por momentos pareciera que no son los problemas narrativos los que atentan contra el terror sino esa sobreabundancia de planos encuadrados milimétricamente que se demoran en acciones de poca relevancia, como cuando Miles se queda solo, apenas iluminado, y la cámara lo muestra de lejos, sentándose apaciblemente en el piso mientras decide esperar, y la habitación, con sus muebles, objetos y la luz pálida que entra por la ventana, no hace más que sugerir la inminencia de una amenaza que no se nombra. Da la sensación de que la película está bastante más dedicada a esos lujos un poco vacuos, como si el verdadero proyecto de Zariwny fuera la filmación más o menos libre de ataduras narrativas de una casa vieja y de sus rincones y, para conseguirlo, tuviera que cumplir mínimanente con algunas convenciones de rigor de un género que parece interesarle poco. En suma, como si el terror fuera un objeto innoble al que hay que engalanar con esos embelecos para darle cierto aire respetable.