La pregunta que subyace detrás de la trama de Descubriendo a mi hijo es si se puede seguir siendo padre (o empezar a serlo) una vez que los hijos ya no viven. Y se responde a través de la historia de Ariel, un exitoso empresario que un día, ya transitando los 50, se entera de que 19 años atrás nació un hijo del que nunca supo. Y al que jamás conocerá más que de oídas, porque acaba de morir.
A partir de que recibe esa noticia, este hombre que no había deseado ser padre intenta averiguar todo lo posible sobre ese heredero al que no conoció, y asume su paternidad de manera insospechada hasta para él mismo.
Shai Avivi, toda una institución de la comedia israelí, es el actor ideal para el papel, porque tiene la suficiente versatilidad para cumplir con lo que exige este curioso guión: pasar del drama a la comedia de un instante a otro, muchas veces dentro de una misma escena.
La película es tan particular como su creador, Savi Gabizon, que volvió a dirigir un largometraje después de catorce años con esta explicación para el hiato: “Las películas matan, así que si querés vivir más, tenés que filmar menos”. El director hace caminar a esta historia por la cornisa de la sensiblería, pero tiene la pericia de no dejarla caer nunca en aguas lacrimógenas. Uno de los secretos es explotar la incomodidad de los sucesivos encuentros de Ariel con esos desconocidos que tuvieron relación con su hijo, desde la madre a una novia.
Un guión que en manos hollywoodenses podría haber sido un desastre se mantiene a flote por nunca girar hacia donde indicaría el lugar común. Recursos humorísticos, absurdos u oníricos lo salvan de ser una convencional fábula de redención, aunque no siempre funcionen.
Si hubiera que destacar una sola virtud de Descubriendo a mi hijo, sería su imprevisibilidad. Sus extraños giros narrativos y el tono oscilante entre el drama intimista y la comedia negra hacen de esta película sobre un padre póstumo una experiencia por momentos desconcertante. Adjetivo que en este caso es un elogio.