Todo comenzó en 2000, cuando la productora Film4 Productions adquirió los derechos para la adaptación cinematográfica de una novela cuyos bocetos aún descasaban sobre la mesa de luz de la escritora Alice Sebold. Dos años después, mientras The Lonely Bones arrasaba con las bateas norteamericanas y adquiría el status de best seller, y los directivos del estudio se paladeaban con la futura adaptación, el proyectó llegó a manos de la por entonces ignota directora escocesa Lynne Ramsay, cuyo único antecendente en la pantalla grande databa de pocos meses atrás. Morvern Callar –estrenada aquí como El viaje de Morven a mediados de 2003- cosechó lauros y éxitos de critica alrededor del mundo y le brindó la oportunidad a la joven insular y a su coguionista Liana Dognini de catapultarse al estrellato. La maquinaria funcionaba a todo vapor: los casting avanzaban, las damas adaptaban. Pero no: dicen las malas lenguas que Ramsay se acobardó con el cruce del Atlántico: “El libro salió y se convirtió en un best seller masivo. Y era tan amado que no quería que todo el mundo estuviera hablando de las diferencias entre la novela y la película”, justificó en 2005. De buenas a primeras, la línea de producción no sólo perdía un eslabón sino dos: sin guión y sin timonel, el barco quedó anclado en las profundidades de la incertidumbre. ¿Y Peter Jackson? El neocelandés estaba decorando su último pastiche, la finalmente indigestible King Kong, cuando mostró interés en capitanear la acéfala nave. ¿Otra adaptación de un best seller en manos de Mister Anillos? Demasiado tentador para la cúpula de Paramount, quien no dudó en saciarle el antojo y comprarle a Film4 Productions los derechos para la gran pantalla.
El combustible jacksoniano propulsó la apaciguada máquina. Las coguionistas de la trilogía metálica comenzaron a elaborar el guión mientras que la refulgurante aparición de Saoirse Ronan como la atribulada hermana celosa en Expiación, deseo y pecado obnubiló al oceánico: el rol protagónico, Susan, ya tenia dueño. Pero la quietud no duró demasiado. Las diatribas se trasladaron ahora hacia el departamento de arte: se cree que la producción se detuvo durante varios meses a raíz de las discusiones entre sus integrantes y Jackson. Solucionado la cuestión, el casting seguía presentado inconvenientes. La nominación al Oscar por Half Nelson de Ryan Gosling puso sobre el tapete las aptitudes del (demasiado) joven actor. Seleccionado para el interpetar al padre de Susan, dejó el proyectó cuando consideró a la brecha generacional como insalvable: sus veintiséis años estaban lejos de los casi cuarenta del Jack imaginado por Sebold. “La edad del personaje y mi edad real fue siempre un tema que me preocupó”, le dijo a la revista Parade. Más allá de la coherencia de la justificación, los rumores indicaban que Gosling era demasiado demandante con Jackson, motivo suficiente para su despido. Poco quedó de la suerte que acompañó la decisión de reemplezar al irlandés Stuart Towsend por el enorme Viggo Mortensen para el rol de Aragorn en Lord of the Rings. El sustituto de Gosling fue, ay, Mark Wahlberg, próvido en roles centrales de películas de acción pero de escaso rodaje (más allá de alguna esporádica incursión) en las huestes del drama. La suerte de Desde mi cielo estaba echada.
Seamos sinceros: primero, la premisa asusta; segundo, la película no está tan mal, o mejor dicho, podría estar peor. Susan es un capullo de mujer en pleno florecimiento que es asesinada por su aparente simpático vecino, al fin y al cabo un serial-killer-pedófilo. Su alma en pena no puede acceder al descanso eterno. Desde el “in between”, limbo a medio camino entre la tierra y el cielo, esperará que la justicia se encargue de su victimario mientras contempla cómo los jirones de su familia sucumben ante el dolor y la impotencia. Es curioso cómo Jackson trabaja la moral de película. Linkea un valor terrenal, allí donde impera la razón por sobre la espiritualidad, donde la frialdad de una letra vacía de interpretaciones a cualquier acción, que es la valoración de una autoridad como entidad de respeto y orden, con otro espiritual y de índole Divino. Vincula la paz del alma (en el Cielo) con la concreción de la justicia (en la Tierra). No hay curas que apuntalen a sus padres o hermanos; es el comisario devenido en confesor y amigo quien lo hace. La Justicia es aquí religión; la policía evangeliza; el Código Civil y Penal son La palabra, la Biblia. Sólo cuando las esposas cercenen la libertad del asesino, Susan estará en condiciones de ingresar por el pórtico hacia el Edén. La creación del espacio, que suscitó la mayor parte de las criticas, es quizá el mayor acierto de Jackson, quien pone su inventiva al servicio de un universo no sólo desconocido por todo ser vivo sino que quizá ni siquiera exista. ¿Cómo atacar la libérrima interpretación del “in between”, tan personal e intransferible, tan cargada de connotaciones, de pasado y de presente?
Pero si arriba está lo mejor, abajo yace lo peor. Lo que ocurre en la Tierra tras la muerte de Susan es de una pobreza argumental y de un simplismo que asustan. Las acciones se suceden carentes de cualquier lógica interna, los personajes están sacados de la matriz genérica del estereotipo (Susan Sarandon, ¡con cigarrillo y vaso de whisky!), Wahlberg pulula por la pantalla incapaz de transmitir la desazón de la ausencia, el sopor de la nostalgia, la resignación a la injusticia. Es un hombre duro, tosco, de escasos registros actorales para un papel repleto de matices y de constantes giros: de padre ejemplar, a justiciero, idea y vuelta. Por fortuna, Stanley Tucci demuestra que quizá sea uno de los actores más dúctiles del cine actual. Del perfecto embajador de Julie y Julia a este vecino hay un trecho enorme que Stanley salta con comodidad. Es el único quien siente su personaje, que se roba la atención del espectador y, por qué no, de la película, involuntariamente atraída por su magnetismo. En cada aparición, en cada cuadro, transpira miedo y resopla tensión. El desenlace es sintomática del descontrol que desde su génesis invadió a Desde mi cielo. El director, quizá resignado ante la potencia de un personaje que quedó corto en el rol de secundario, no le otorga al George Harvey de Tucci el final mucho más depurado y menos arbitrario que merecía. Opta por deshacerse del él tirándolo literalmente por el barranco. En una película normal, se iría infierno. Aquí, quizá encuentre descanso eterno en el inmaculado cielo de Jackson.