Susie en el país de las desventuras
“Desde mi cielo”, el nuevo filme de Peter Jackson, presenta una historia dramática y da un problemático salto en el mundo de la ilusión.
Como sucedía en King Kong, los primeros minutos de Desde mi cielo introducen un mundo, un tiempo y la vida de sus personajes, más allá que la voz en off de una criatura celestial organice el relato desde un trasmundo. Un libro de Hesse y uno de Camus y, posteriormente, un manual sobre crianza infantil, son suficientes para delinear la vida espiritual de los padres de una familia, signada por la desgracia. Cada objeto y detalle remiten a una clase social y década específica. Es 1973, y en ese tiempo todavía no se habían naturalizado los asesinatos de niñas y adolescentes.
Susie tiene 14 años. Estudia, ama a sus padres y a sus hermanos y jamás besó a un chico. Su vida en Pensilvania es apacible y feliz, y así como su padre se obsesiona con su hobbie, introducir barcos diminutos en botellas de vidrio, Susie está apasionada por la fotografía. Captar un instante es retener el tiempo inaprensible, cazar lo fugaz en una película, una pasión prematura que tendrá otro sentido cuando, de regreso a casa, un vecino, divorciado y solitario, la invite a conocer una construcción insólita y siniestra bajo tierra en un maizal después de la cosecha. A partir de allí, Susie permanecerá suspendida entre dos mundos: aquel en el que vivimos y aquel que corresponde a la hipotética e imprecisa eternidad que espera por nosotros. Es un espectro aferrado todavía a su pretérita existencia, tanto por amor a su familia como por sus ansias de justicia.
Desde mi cielo, basada en el best-seller The Lovely Bones, de Alice Sebold, es una película en tensión: su flanco metafísico kitsch rivaliza con su costado perverso. Aquí, Jackson combina fallidamente esa tendencia ostensible en la iconografía esotérica New Age de El señor de los anillos con el sadismo amoral de Criaturas celestiales, aunque Desde mi cielo es esencialmente un drama familiar y un melodrama adolescente. En ese sentido, todos los pasajes vinculados al asesino y sus obsesiones metodológicas trabajan sobre un registro realista que se contrapone dialécticamente con el limbo paradisíaco digital. Así, todos los primerísimos planos de los dedos de Stanley Tucci (quien interpreta magistralmente al asesino serial en cuestión), o los siniestros planos detalle sobre unas muñecas, momentos previos al asesinato, constituyen los mejores “efectos especiales” del filme, pues allí Jackson demuestra que el cine es también un lenguaje y una forma, y no un sospechoso arte derivado de la literatura, ahora auxiliado por un nuevo estadio digital capaz de plasmar en imágenes cualquier capricho de la imaginación. La secuencia que transcurre en la casa del asesino, entre la hermana mayor de la víctima y el homicida, es un prodigio de suspenso: basta un primer plano y el trabajo inteligente sobre el sonido para provocar físicamente al espectador.