Cuando el deseo no entiende de razones
Diego Kaplan (Igualita a mí, Dos más Dos) dirige este drama que marca el debut cinematográfico de Carolina “Pampita” Ardohaín quien, además, comparte elenco con Mónica Antonópulos (Muerte en Buenos Aires, El Amor y otras historias), Juan Sorini (Educando a Nina), Guilherme Winter (Moisés y los 10 Mandamientos) y Andrea Frigerio (El Ciudadano Ilustre).
Década del ochenta. Lucía (Antonópulos) se encuentra en La Soñada, una casa de verano ubicada sobre un acantilado al borde del mar que, además, es el escenario de su boda de ensueño con Juan (Sorini), su candidato ideal. Todo va sobre rieles y la fiesta es un éxito pero Lucía no cuenta con la inminente llegada de la invitada sorpresa de su madre Carmen (Frigerio). Se trata nada menos que de Ofelia (Ardohaín), la hermana de Lucía, a quien no ve desde hace siete años. Su llegada se produce y quien le da la bienvenida no es otro que Juan, con quien Ofelia experimenta una atracción física tan fuerte que hasta amenaza con romper la barrera de su vínculo como cuñados o de la presencia de Andrés (Winter), marido de Ofelia que también asiste a la fiesta. Da comienzo así una historia familiar de celos, envidias, heridas reabiertas y deseos prohibidos.
Lo destacable de la película consiste en las idas y vueltas que propone en términos temporales para, en código de flashback, ir construyendo la conflictiva relación que une a Lucía y Ofelia ya desde su infancia. La primera escena sin ir más lejos muestra a las hermanas en su infancia justo en el momento del despertar sexual de Ofelia, la más liberal y lujuriosa de las dos, que contrasta con el accionar de Lucía en esa misma situación, relegada al papel de espectadora que se limita a observar sin entender del todo lo que está presenciando. Y ahí es donde reside el núcleo del conflicto entre ambas. Esa permanente ventaja que le lleva Ofelia en términos de madurez y experiencia sexual es lo que, desde el primer momento, conforma el caldo de cultivo para el odio y el resentimiento que Lucía empieza a experimentar hacia ella. Queda claro que los años que separan a esta y otras escenas de la niñez/adolescencia de estas chicas del momento de su reencuentro no hacen más que potenciar esa animosidad que las separa.
Así que en términos estructurales la cosa va bien. El problema viene después, con las formas. Desde un primer momento no podemos dejar de notar que todo tiene un cierto aire de melodrama exagerado, ya sea desde el vestuario -estrafalario y propio de la época-, desde la estética de la casa donde todo sucede, desde la música que ambienta cada momento y, sobre todo, desde las formas utilizadas por los personajes, propias de esas telenovelas mejicanas histriónicas, donde cada parlamento parece propiciar un zoom in hacia la cara de su autor con redobles de fondo y un plano general que lo sucede con el resto de los personajes boquiabiertos por la rimbombante declaración. A esto se suman actuaciones pobres (con la excepción de Andrea Frigerio, que consigue destacarse en un ámbito para nada favorable), giros inverosímiles y un tono de laxa defensoría del feminismo que, en este contexto, no sólo resulta pobre y oportunista sino hasta equivocado desde algunas actitudes machistas que los personajes femeninos de la película tienen y que poco representan a la verdadera lucha del feminismo con base en valores mucho más profundos que apuntan no a la dominación, sino a la igualdad de género.
Sin embargo, y contra lo lapidario que pueda sonar esto último, existe un momento en que no sólo el espectador sino también la propia película se da cuenta de que ella misma carece de la seriedad para abordar estos temas con la profundidad que se merecen y lo que ocurre es un corrimiento bastante radical del foco con que se analizan los sucesos expuestos en pantalla. Es como si todo lo estrafalario, todo lo bizarro, todo lo que está fuera de lugar pasara a adoptar un tono paródico, de burla de sí mismo y es ahí donde lo surrealista se convierte en divertido y lo incómodo en disfrutable. Después, el desenlace de la historia ya pasa a ser una anécdota y lo único que cabe esperar es enterarse de hasta dónde se correrá el límite de la exageración.