El trailer parecía presagiar lo peor. Allí se veían una serie de diálogos impostados y sobreactuaciones, se escuchaba una música de telenovela berreta, todo esto recorrido por una idea de erotismo de dudoso gusto. Lo único que podía redimir esa estética era un tono paródico. La buena noticia es que, efectivamente, Desearás al hombre de tu hermana es una comedia. Mejor aún, es una buena –ocasionalmente muy buena- comedia.
La trama inicial es sencilla: Lucía (Mónica Antonópulos) se casa con el que piensa es el hombre de su vida. Pero teme que su hermana Ofelia (Carolina Ardohain, o sea Pampita) se lo quite, debido al carácter hipersensual e hipersexual de ella. A partir de ahí, todo se irá complicando y recorrerá caminos mucho más engorrosos: habrá flashbacks del pasado de las dos hermanas, habrá una historia con dos amantes negros, habrá pujas de poderes entre ellas, y vidas sexuales que logran incentivarse a partir del vouyerismo.
Pero lo que habrá, sobre todo, es un humor rarísimo, basado no tanto en lo que se dice (no hay casi chistes verbales en la película) sino en una puesta en escena y en un registro actoral que se construye muchas veces en contra de las palabras solemnes y el supuesto contenido trágico de una historia. Desde este lugar, una de las mayores bondades de Desearás al hombre de tu hermana es la de saber construir una comicidad basada mayormente en aspectos visuales, a veces incluso en sofisticados chistes que consisten en montajes que pasan de un momento supuestamente serio a otro disparatado.
Pampita, por otro lado, está bien como la hermana obsesionada con el sexo, pero el fuerte actoral está acá en los cuatro actores protagónicos restantes, desde una Antonópulos luminosa y con una expresión ocasionalmente ambigua, una Andrea Frigerio rozando elegantemente el ridículo como una madre en estado de droga permanente, un Gilherme Winter (actor cómico excelente a quien se pudo ver en la telenovela Moisés y los diez mandamientos) y un Juan Sorini que logran darle dignidad y hasta melancolía a dos personajes que mal interpretados no serían más que monigotes patéticos y sin gracia.
Es verdad que la película no es perfecta: su estética recargada, claramente deudora de las comedias del primer Almodóvar, puede resultar algo cansadora y volver a la película ocasionalmente aburrida. Lo mismo sucede con el ejercicio demasiado reiterado de hacer comedia contrastando una estética claramente grasa y autoparódica con la seriedad con la que los personajes se toman sus situaciones. Pero todo esto queda compensado con varios momentos musicales notables (la utilización de la música en es de lo más feliz y creativo que dio el cine nacional este año) y un desenlace tan brusco como osado.
Si bien muchos críticos han alabado la película desde el punto de vista de su libertad creativa y su humor felizmente grosero, yo en cambio no dejo de sorprenderme por su rigor técnico y sus ideas visuales (es notable el manejo del color, y la iluminación parece querer emular con éxito los melodramas de Douglas Sirk de los ‘50, y hay no pocos movimientos de cámara muy difíciles de lograr), así como de una idea del humor basado en un timing que en sus mejores momentos tiene una precisión de cirujano. Kaplan sabe que para los chistes se necesita una disciplina y una seriedad especiales, incluso cuando esos chistes puedan estar basados (como pasa en el mejor momento de la película) en una asquerosidad hecha de semen volando por el aire.