La maldición del cine limpiador de conciencias
Tres chicos vestidos con harapos saltan con alegría sobre una montaña de basura bañados por una luz dorada, ante la mirada de un Cristo Redentor que abre sus brazos en un lejano segundo plano. Pobreza, estilización visual, una óptica turística filtrada por el origen foráneo de sus hacedores y el Santísimo como vigía: de todo eso se nutre el diseño gráfico del afiche... y también la película. Con dos términos agregados al título original que ayudan a preludiar lo peor, Trash: Desechos y esperanza es otra muestra del progresismo bienpensante tan en boga en el núcleo duro del cine “importante” y “prestigioso” europeo, una suerte de limpiador de conciencias que señala con el dedo que la barbarie tercermundista sólo puede aplacarse gracias a la voluntad de un par de angloparlantes dispuestos a prestar su ayuda desinteresada aun a riesgo de exponer sus propios físicos. Y siempre ayudados por Dios, claro.Coproducción inglesa-brasileña dirigida por un tipo con pergaminos en equiparar al cine con un acto expositivo de trascendencia como Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas, El lector, Tan fuerte y tan cerca), Trash se hierve en partes iguales de tipificación for export estilo Ciudad de Dios, la corrección política impostada de un candidato en campaña, el regodeo miserabilista de Slumdog Millonaire pero sin la autoconciencia fabulesca de Danny Boyle y una pátina ultracatólica digna de Ned Flanders. Esto último ilustrado no sólo en el uso y abuso de una recurrencia de este tipo de films como la búsqueda generalizada de redención, sino también en a) la cordura encarnada en dos misioneros estadounidenses –uno de ellos cura, por si quedara alguna duda– incluidos en trama más por mandatos del financiamiento trasnacional que por funcionalidad narrativa, b) la invocación constante a la protección celestial y c) una Biblia funcionando como elemento clave en el desenlace.Los versículos del libro más vendido de la historia sirven para codificar la ubicación de una parva de plata sucia que un funcionario brasileño (Wagner Moura, de Tropa de elite) escondió antes de que lo molieran a palos. El tipo también tomó la precaución de tirar su cartera a un camión de residuos cuyo destino final es el basurero donde trabajan tres adolescentes de una favela que se muestra con la estilización propia de quien se fascina con el exotismo mugroso. El trío, pobre pero honrado, rechaza las recompensas policiales –el Estado tiene la inmundicia que no tiene el basurero– porque huele que hay gato encerrado. Para liberarlo contarán con la inestimable ayuda de una profesora de inglés que no caza una palabra de portugués (Rooney Mara) y un cura que no se saca la estola ni para bañarse (Martin Sheen) pero que tienen un grado de bondad supina e innegociable ante cualquier adversidad. Incluso ante la película misma.