DESEARÍA ESTAR…MUERTO
En el momento de su estreno, El vengador anónimo (1974) supo interpelar al público de su época y permaneció durante las décadas siguientes como un film de culto un tanto culposo, características que acrecentó con sus entregas posteriores, en las que Charles Bronson explotó su personaje de vigilante justiciero casi hasta lo paródico. En un punto, esto no deja de ser lógico: el germen fascista de la justicia por mano propia atraviesa a todas las capas sociales, lo cual incluye a los votantes de Trump o Macri (¡aguante Chocobar!), pero también a las bellas almas que reivindican nociones garantistas mientras justifican a Patota Moreno. Eso es lo que también explica el éxito de sagas que avalan el accionar policial por izquierda, como la de Harry el Sucio, o la popularidad de personajes del cómic como Batman o Punisher. Todos tenemos nuestro pequeño enano facho adentro, y eso ocurre desde tiempos inmemoriales, fruto en buena medida de la desconfianza creciente hacia la capacidad de las instituciones estatales para hacer cumplir la ley y mantener el orden.
Eso es lo que también entendió Brian Garfield, autor de la novela Death wish, en que se basó el film de Michael Winner. Aunque claro, su perspectiva no era precisamente celebratoria o justificativa de la justicia por mano propia y el accionar vigilante, sino todo lo contrario: el relato literario dejaba en claro que para cada acción había una reacción y que la espiral de violencia funcionaba a partir de una constante retroalimentación. Por eso escribió una secuela, Death sentence, que servía como respuesta a la saga de Charles Bronson y profundizaba la mirada del primer libro, y que fue retomada en la adaptación del 2007 Sentencia de muerte, de James Wan, film bastante oscuro y terrible que se sostenía esencialmente como drama personal.
Esta nueva versión de El vengador anónimo, titulada en la Argentina como Deseo de matar, es mucho más fiel al espíritu del film con Bronson que a la novela, y desde ahí arrancan sus principales problemas. Esto se da porque la película pareciera pretender que no pasaron más de cuatro décadas entre las distintas encarnaciones y pretende utilizar un discurso que ya ha sido referenciado y reelaborado una multitud de veces, sin decir nada realmente nuevo. Las únicas diferencias pasan por aportes un tanto superficiales del director Eli Roth, quien presenta secuencias donde la violencia ingresa al territorio de lo gore –especialmente una que tiene lugar en un taller mecánico- hasta dar la impresión de que estamos ante una secuela de Hostel; y escenas que introducen a los medios de Internet, los memes y la viralización como factor de expansión del discurso de mano dura y el debate social sobre las acciones individuales. No hay mucho más que eso y el film no encuentra mucho más para afirmar.
El otro problema relevante pasa por los personajes, especialmente por el protagonista, Paul Kersey (Bruce Willis), un cirujano con una vida feliz y tranquila hasta que, luego de un asalto a su casa, su esposa es asesinada y su hija adolescente (y a punto de partir hacia la universidad) queda en estado de coma, lo cual lo lleva a incurrir en sucesivos actos de justicia por mano propia y eventualmente chocar con los hombres que arruinaron su vida. El desarrollo de los conflictos es cuando menos apresurado y la transición de Kersey del tipo pacífico al vigilante desatado es totalmente abrupta (es llamativo cómo en cuestión de minutos pasa de ser un tipo que se asusta con los disparos a alguien que no vacila en asesinar a sangre fría), como si Roth quisiera llegar lo antes posible al festival de sangre y vísceras que el pueblo reclama. Eso se potencia por la actuación de Willis, quien aborda el rol en piloto automático, convirtiéndolo en un John McClane de los suburbios, pero no por un proceso de relectura o actualización, sino por pura pereza.
Deseo de matar es un film banal en su abordaje de la violencia y la justicia por mano propia, que desperdicia el potencial de Chicago como espacio urbano, toma todas las decisiones dramáticas facilistas y hasta muestra cierta culpa de su ideología fascista, por más que el plano final anule todas las contradicciones antes exhibidas. Es, de hecho, casi como otra innecesaria secuela de El vengador anónimo, solo que con Willis tomando la posta de Bronson. Por eso hace recordar al chiste del capítulo A star is Burns, de Los Simpson, donde el crítico Jay Sherman mencionaba el estreno de la inexistente Deseo mortal 9, y se veía a Bronson diciendo “desearía estar…muerto”. Y sí, uno también desearía estar muerto.