Cualquier película que convoque al gran Luis Ziembrowski como protagonista tiene que arrancar necesariamente con entusiasmo, y Deshora no es la excepción. Aires rurales. Aislamiento. Tedio. La mirada de un tercero y el desequilibrio que provoca lo nuevo. Ambientada en una finca en el noroeste argentino, la opera prima de Bárbara Sarasola-Day narra lo que sucede en la intimidad de un matrimonio cuando un joven pariente llega del extranjero para instalarse en la hacienda por un tiempo.
Ya desde los primeros minutos se advierte que el visitante, Joaquín (el colombiano Alejo Buitrago) buscará seducir a su prima Helena (María Ucedo), mientras Ernesto (Ziembrowski) se mantiene ocupado siendo un patrón bondadoso y diligente. Y acá aparece la primera zona endeble del film: la integración entre el espacio y los personajes. A pesar de la inmejorable geografía y de los detalles lucidos, el contexto parece quedarse sólo en lo pintoresco, sin lograr nutrir de forma espontánea el conflicto central. Lo que obtenemos, en cambio, es una impresión de “bloques” (la plantación, la cacería, la riña de gallos, el burdel) que el relato nos hace recorrer como si fuera una excursión. Si pensamos que esto lo estamos viviendo sólo desde la mirada extrañada del nuevo huésped, entonces el enfoque podría justificarse; sin embargo, uno siente que con el escenario elegido se pretende decir algo más con respecto al campo y a sus clases sociales, y esto es justamente lo que no se llega a desarrollar. De todas maneras, no es esta faceta "antropológica" el punto más complicado del film. Ahora viene lo difícil: tratar de convertir en argumento aquello que sólo logramos entender desde la intuición.
Vamos al núcleo: Deshora es básicamente una película con vuelta de tuerca. No lean lo que sigue si piensan verla.
En la función de prensa del film hubo muchas risas nerviosas durante ciertas escenas que no buscaban generar esa reacción. ¿Es posible que a esta altura de la soirée el público se siga incomodando frente a la tensión sexual entre dos hombres? Bueno, en parte sí, y la propia película habla un poco de eso: la estructura mental conservadora es mucho más tenaz de lo que queremos admitir. Pero lo que principalmente motivó las risas fue una sensación de torpeza que el film transmite al mostrar los acercamientos entre Ernesto y Joaquín. No es que los actores estén mal ni que los hechos resulten inverosímiles: el asunto es cómo el relato nos prepara para esos momentos, y aquí lo que naufraga es la graduación de los indicios. El ejemplo claro es el “discurso sobre la caza” pronunciado por Ernesto, una escena demasiado apresurada que con su subrayado termina dañando la ambigüedad de lo que viene después. Y aquí es donde la intuición nos lleva a diagnosticar que la película reclamaba mayor tiempo para que la evolución del deseo prohibido fuera más sutil, más escalonada. ¿Pero cuál debería ser la duración ideal de Deshora, entonces? ¿Dos horas, tres, cuatro? ¿Quién tiene derecho a establecerlo? ¿Quién se cree capaz de calibrar el tiempo preciso de una pulsión? ¿Acaso la película no lleva incorporada una noción del tiempo en su mismo título? Sí, y hasta se respira la angustia del reloj biológico, que no es un tema menor.
Vamos a la hipótesis: hay historias que sólo se pueden contar con los tiempos propios de las telenovelas. Deshora tiene todos los elementos para ser una gran telenovela, y espero que esto se entienda como un punto a favor, como una oportunidad para releer toda la película y reconocer que en ella palpitan unas inmensas ganas de narrar que, simplemente, se quedaron sin tiempo. La idea surgió luego de ver en este Bafici la genial Últimos días de la víctima, de Adolfo Aristarain, en donde me reencontré con Arturo Maly, y recordé su extraordinario personaje en "Celeste", una ficción con Andrea del Boca que se emitió allá por 1991. En esta novela Maly interpretaba a un padre de familia que ocultaba una relación gay que había tenido en su pasado, hasta que debió blanquearla al descubrir que estaba enfermo de sida. La suya era una devastadora historia de amor trunco, autocensurado. "Celeste" era una novela larga, de las de antes, con intrigas que se desplegaban con tiempo, con muchos diálogos, postergaciones y recurrencias. Pasó casi un cuarto de siglo, el mundo es radicalmente otro... o no (recordemos las risas en la sala). Hablamos de mandatos y temores ancestrales: la represión de Maly en "Celeste" es la misma que sufre Ziembrowski en la película.
En Deshora, en lugar de experimentar una idea de progresión, lo que recibimos es una acumulación de incesantes escarceos, dudas y arrebatos violentos que sólo alcanzan el golpe superficial porque no pueden permitirse el tiempo para la reverberación verdadera. Entonces el atajo es la patología, cuando la película bien podría haber sido la historia de una pasión inesperada.