La grieta que esconde la mirada
La puesta en juego -en escena- del deseo tiñe a Deshora de manera progresiva. Como un caldo infernal donde se quiere pero no se debe caer. Una sensación de agobio, de candor, comienzan a traslucir sus personajes, almibarados entre el aire descampado de una tabacalera.
Allí es donde va a parar Joaquín (Alejandro Buitrago), para quizás resarcir su vida, en pleno trance de rehabilitación. La casa es de su prima Helena (María Ucedo) y de su marido, Ernesto (Luis Ziembrowski). Allí viven, entre el trabajo que éste ha paternalmente heredado, en busca de un embarazo que se demora, señal tal vez más honda, encastrada muy adentro.
Joaquín es el disparador que altera, es quien se pasea en horas cualquiera, el que fuma marihuana en vez del tabaco que le rodea. Su voz se acerca a su prima entre pasos en silencio, como si deslizara intenciones que, en todo caso, ya también estaban en ella.
Hábilmente, la ópera prima de Bárbara Sarasola-Day -presentada en la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín-, introduce al espectador desde los supuestos, para luego liberarle de prejuicios.
Para arribar a las resoluciones, críticas, de heridas abiertas, con sangre que presagia, lo que la realizadora construye es un desliz turbio, de fisuras. Hay puertas entreabiertas, jadeos nocturnos, ojos furtivos. Las poses se denuncian en su artificio. Maneras y gestos hoscos que entre estos hombres de campo, con mujeres sumisas o ausentes -sino prostitutas-, debe replicarse la relación entre patrón y empleados, o el ritual compartido de la caza. El desenlace que elige Sarasola-Day es notable, porque la resolución sucede desde el corte de montaje, cuando las situaciones ya han sido conocidas, sugeridas, así como finalmente asociadas desde su organización simultánea en el relato.