Deshora

Crítica de Paula De Giacomi - La mirada indiscreta

Riña de gallos

Deshora de Bárbara Sarasola- Day es una bomba de tiempo, un volcán a punto de hacer erupción, una tensión que se acumula, aunque quizás nunca pueda ser liberada.

Helena y Ernesto viven en un campo en la provincia de Salta y reciben durante un tiempo a Joaquín, primo de Helena. Aparentemente Joaquín necesita un espacio de tranquilidad por estar atravesando un momento difícil. Mucho no sabemos de este personaje, sólo que es un joven que acaba de concluir un tratamiento de rehabilitación, que estuvo marcado por la muerte de su padre y que tiene una áspera relación con su madre. En Deshora el deseo circula en varias direcciones y la cámara lo muestra a través de la piel, las miradas y los roces. En seductores planos detalles y de manera fragmentada este deseo se instala en cada parte de los cuerpos. El relato es sutil y ambiguo, nada parece estar claro y a la vez muchas cosas son evidentes.

Helena y Ernesto cargan con el tiempo, la lejanía y la cotidianeidad de una pareja de años, pero siguen unidos. Necesitan el uno del otro y también buscan un hijo, quizás para llenar ese hueco que el amor fue dejando. Pero con la llegada de Joaquín se produce un terremoto y comienza el juego: la pelea de gallos, la cacería, las borracheras, las putas y todo lo demás. Helena queda por fuera, encerrada en esa angosta y abarrotada casa, acompañada por sus caballos, y sola. Por otro lado Ernesto se mueve a su antojo mientras que Joaquín los observa como un fantasma que deambula por la casa, metiéndose donde no debe, nadando en esos lugares en los que nadie parece querer sumergirse.

Deshora nos habla de tantos temas como cada uno de los ojos que la miran, porque deja lugares abiertos y preguntas sin contestar. El relato acompaña la historia, la refuerza, calienta el aire y lo vuelve cada vez más denso, lo estira y lo disgrega. Deshora habla del poder, de la lucha con uno mismo, de la masculinidad, de la femineidad, de las pulsiones, de los miedos y de la soledad. Pero va más allá de esto porque además sugiere un contexto particular en donde se mueven los personajes, una sociedad con roles bien definidos, un micromundo con sus propias reglas.

El clima va aumentando para dejarnos cada vez más asfixiados, a pesar de la amplitud del campo. El espacio cobra sentido, el contraste del interior de la tradicional casa en donde viven y la inmensidad de los espacios externos crean una película que tienen un peso propio y definitivamente deja huellas.

Es “matar o morir” pero la pregunta sería: ¿qué es lo que sobrevive? Un universo hipócrita, un instinto contenido, un mirar hacia otro lado porque mirar hacia adentro sería mucho más peligroso. Se mata lo que uno es y perdura lo que se armó con tanto esmero durante toda la vida, esa “pantalla”, esa duplicación. Los espejos están muy presentes en el relato, sobre todo el que observamos al final del pasillo, ese pasillo que conecta todas las habitaciones: la de Joaquín, la de Helena y Ernesto, y la de los anhelos, con una cuna embalada y muebles de bebé sin uso. Ese espejo que está delante de ellos y que a la vez los sigue, como la cámara, cerca de sus espaldas, respirando sobre su nuca. Y nosotros somos espías de un mundo que se cae a pedazos, aunque sus integrantes den la vida por mantenerlo en pie. Sí, la vida. Parece que cuando estamos perdidos en un bosque y una mira nos apunta, no queda otra que correr y escapar, aunque quizás ya sea demasiado tarde. Llegó el momento de sacarse las vendas de los ojos, pero es un tiempo inoportuno, el de la verdad, y no siempre es hora de enfrentarla.