La película en inglés, dirigida por el chileno Sebastián Lelio (Una mujer fantástica, Gloria), es sombría y tiene en el centro, -como Carol, como La vida de Adele-, una historia de amor entre mujeres. En su preámbulo, un rabino discursea sobre los mandatos de Dios y la desobediencia. Lo hace con extraña vehemencia y minutos después se desploma. Desde Nueva York llega su única hija, Ronit, (Rachel Weisz), para el entierro. Es fotógrafa y no pertenece a esta comunidad judía de las afueras de Londres. Tanto se ha alejado que la reciben con frialdad y dureza, como su fuera un cuerpo extraño, y lo es: no usa peluca, fuma, no se ha casado ni formado una familia. Pero ahí están sus anfitriones: el discípulo, ahora casado con Esti (Rachel McAdams, oscarizable), con la que, sabremos, Ronit tuvo una relación.
Lelio construye su relato atento a los silencios, las miradas, las omisiones que dicen más que las palabras, códigos de una comunidad religiosa de luto. Pero la presencia incómoda de Ronit es una puerta hacia el afuera, el mundo del que celosamente se guardan, y ese contraste, entre lo guardado y lo suelto, lo ordenado y lo caótico, es una tensión que se va haciendo evidente, un logro de una narración inteligente y sutil. Al punto de que es capaz de dar un giro y poner el foco en su otra protagonista, Esti, que gana peso e impone su punto de vista. Lo que no gana Desobediencia es calor y emoción, como si el tono reprimido de sus personajes, que apenas conocemos y apenas sonríen. que no se tocan, se trasladara a la manera de mirarlos. La escena de sexo entre ambas, pura metáfora liberadora y bastante obvia, es a la vez pacata y desagradable, más allá del atractivo de ver -hasta ahí- a dos estrellas haciéndose el amor entre las sábanas. Como drama romántico, crónica de una lucha entre el deseo y el deber, asunto serio con mayúsculas, Desobediencia transmite menos pasiones que grisura, bajón y aburrimiento.