Un hijo y su padre
Pocos han tenido una carrera tan cambiante en su recepción como M. Night Shyamalan. Sus primeros dos films, Praying with anger y Más astuto que nunca, son prácticamente desconocidos, pero con el tercero, Sexto sentido, consiguió un éxito tan inesperado como masivo, que incluso le permitió obtener dos nominaciones al Oscar como guionista y director. Sus siguientes dos películas, El protegido y Señales, consolidaron este suceso: el tipo pasó casi de la nada a ser un director de Lista A, de esos capaces de convocar público casi por sí solos, como una estrella, al estilo James Cameron o Steven Spielberg. Sin embargo, con La aldea, que fue bastante malinterpretada por los críticos y desconcertó al público, la cosa empezó a tambalearse. Y todo su prestigio se derrumbó a partir de La dama en el agua, que fue vapuleada por la crítica e ignorada por los espectadores. Con El fin de los tiempos, El último maestro del aire y La reunión del diablo (de la que fue productor y responsable de la historia) no le fue mal en la taquilla, pero continuaron dándole duro a nivel artístico. En esta montaña rusa que ha sido su filmografía, Shyamalan es ahora casi sinónimo del horror, un apellido al que es muy fácil como puching-ball.
Lo raro es que Shyamalan no cambió tanto como parece, sino que extremó ciertas características discursivas y de puesta en escena, que pasaron a tener tanto o más peso que su virtuosismo narrativo, que fue lo que impactó positivamente en primera instancia de su cine. Sus films pasaron a ser desafíos a la verosimilitud y capacidad de creencia por parte del espectador, historias con estructuras que parecen castillos de naipes (aunque nunca terminen de derrumbarse) y en los que las reglas son cambiadas cada diez minutos con bastante arbitrariedad, con planos donde los protagonistas aparecen en posiciones que descolocan la mirada y un discurso casi evangelizador, donde se combinan la espiritualidad, el ecologismo y la alegoría política.
Y si Shyamalan tiene un gran ego, al que parece alimentar a partir de las críticas ajenas, con Después de la Tierra se une a Will Smith, otro con una gran opinión de sí mismo. Smith es de esas estrellas tan simpáticas como insoportables, cuya presencia inunda y abarca toda la pantalla, imponiendo una particular mirada sobre el mundo y el aparato cinematográfico, a veces con resultados positivos (Hombres de negro, Enemigo público, Muhammad Alí, Hancock) y otras negativos (Wild, wild, West, Dos policías rebeldes, Yo, robot, El espantatiburones, Hitch: especialista en seducción, En busca de la felicidad, Soy leyenda). Encima tiene también una gran opinión de su familia, por lo que ya viene tratando de imponer como estrella a su hijo Jaden, que estaba soportable en En busca de la felicidad, pero definitivamente imbancable en Karate Kid.
Después de la Tierra es un proyecto personal de Smith, quien concibió la historia original, aunque el guión y la dirección corren por cuenta de Shyamalan, quien no es precisamente alguien que resigne su autoría. Y en este caso tampoco lo hace. De ahí que se presente un típico cuento sobre el camino del héroe, donde el gran centro del conflicto dramático está en la relación padre-hijo. Acá tenemos a Kitai Raige, el hijo de Cypher, un héroe militar que sabe mucho sobre la guerra, pero poco sobre cómo ser padre. Ambos se embarcan en un viaje espacial, pero en el camino la nave colapsa y se estrellan en un planeta repleto de vida salvaje hostil luego de un evento apocalíptico, que alguna vez se llamó Tierra. Con el padre herido gravemente, le tocará entonces a Kitai asumir la responsabilidad de ir en busca de un radiofaro para convocar a un rescate, debiendo enfrentarse a toda clase de criaturas, incluida una con la capacidad de cazar a los humanos a partir del seguimiento de su miedo.
No deja de ser llamativo cómo hay una particular combinación de estilos. Will Smith es en los primeros minutos una figura distante, entre legendaria y atemorizadora, mientras que Jaden Smith es un adolescente entre introvertido y resentido, que apenas si puede cargar con el legado de su padre. Uno podría pensar que los Smith nos estuvieran hablando sobre ellos mismos -y algo de eso hay- pero también es cierto que Shyamalan siempre fue asentando sus historias sobre dramas familiares, vinculados a la pérdida, la falta de comunicación y la necesidad de encontrar un lugar propio en el mundo. Y aquí lo vuelve a hacer con sus herramientas conocidas, capaces de descolocar al espectador del cine de Hollywood habitual y también a los seguidores de los Smith: actuaciones introspectivas y poco expresivas hasta que estallan frente a hechos puntuales; encuadres inhabituales para el cine estadounidense (un ejemplo es la subjetiva de Kitai, tirado en el piso y arrastrado por un ave); y una construcción narrativa progresiva en el armado de climas.
El relato de Después de la Tierra no presenta la misma solidez que el de Sexto sentido o El protegido. Tampoco el riesgo y el desparpajo de La aldea o La dama en el agua. Pero sigue mostrando a Shyamalan como un cineasta que produce a gran escala sin resignar una visión propia, que actualmente genera más rechazos que adhesiones. A tono personal, debo decir que es un director al que le veo todos los defectos, pero cuyas virtudes me convocan a seguir apostando por su capacidad. No hay caso, el tipo me sigue cayendo simpático. Será, quizás, que soy tan terco como él…