Una amenaza de tifón que se deja escuchar en la radio se contrapone con la tranquilidad de los encuadres de Kore-eda y con un comienzo familiar donde lo cotidiano gobierna sin ataduras. Madre e hija dialogan y se mueven dentro del plano fijo frontal que las mira en sus pequeños actos domésticos. Luego de establecer el marco, que será un refugio dramático para los personajes, aparecen los trenes (que siempre serán de Yasujiro Ozu) y la tradicional llegada a la estación (imagen fundante si las hay) para que descienda Ryota, el hijo, pero al mismo tiempo un padre problemático, jugador, que solo puede ver a su hijo una vez al mes, que ha escrito una novela pero que debe rebuscársela como detective en una agencia. La dinámica de las relaciones familiares, una especialidad del director nipón, sobre todo en los últimos filmes, aparece en escena pero nunca se exacerba. El inminente arribo del tifón es proporcional al potencial estallido que jamás se desata, como si aguantar los embates climáticos (una costumbre japonesa) fuese tan natural como soportar las llagas de la vida sin quejarse. Kore-eda dispone de material para el drama sentimental, sin embargo, su terreno es otro, el de los instantes fugaces, lo más parecido a la felicidad, aunque el término suene ambicioso.
Salvo algunos matices, todas las criaturas del director son buenas. Y en esta postulación de la realidad, que no escatima en el dolor (siempre contenido), se destacan sobre todo los personajes femeninos. Allí está en primer lugar la abuela perceptiva, sabia, reparadora que nunca pudo comprender a su difunto marido. Desde sus primeras ficciones Kore-eda sabe cómo filmar a los ancianos y esta no es la excepción. Cuando la cámara se consagra a una mirada microscópica y destaca los detalles de una existencia signada y comida por el paso del tiempo, asoma la poesía. Basta ver la dedicación que la mujer le consagra a sus plantas, a la comida para su nieto, a observar de qué modo una mariposa la ha seguido, a compartir con un grupo de gente mayor la pasión por Beethoven, de recordar pequeñas anécdotas familiares como olvidar los nombres de actores y actrices americanos. Es la etapa de la liberación y del placer, una vejez plena pese a los inconvenientes del hijo. Por eso será clave el diálogo que sostiene con su ex nuera porque ambas representan a dos generaciones de mujeres cuyos hombres jamás entendieron nada. En esta película las mujeres son las que pueden plantearse cosas como “¿Cómo ha llegado a ser mi vida así?” o “Para bien o para mal es parte de mi vida” sin ruborizarse.
El anverso es el patetismo tragicómico de los hombres. Ryota está condenado a repetir los actos del padre. A medida que transcurre la historia vamos sacando su velo y enfrentamos su naturaleza imperfecta, acción que se detendrá solo cuando pueda redimirse, descubrir su legítimo rostro y acaso comenzar de nuevo. Los temas son pesados pero Kore-eda los afronta con liviandad. Se toma todo el tiempo necesario para que los personajes se muevan dentro del plano sin movimientos frenéticos de cámara. Y aún las acciones morales más cuestionables dentro de una lógica convencional son frenadas a tiempo con salidas humorísticas o pertinentes cambios de tono. Finalmente, cuando el tifón se hace presente, el hogar devenido en una especie de rompecabezas surge como refugio y espacio de recomposición familiar momentánea pero eficaz. Alguien podría objetar una cierta cuota de sentimentalismo en la secuencia de cierre, no obstante, me atrevo a decir que en una película que promueve el placer por los detalles habría que dejar la puerta abierta a la duda ya que la felicidad se entrega a cuentagotas.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant