El desprecio. Sobre Despues de nosotros de Joachim Lafosse
El belga Joachim Lafosse viene consolidando, a lo largo de siete largometrajes, una filmografía basada en un tema cinematográficamente curioso: la relación entre la propiedad privada y los lazos afectivos. Ya en su primera película “grande” –y tercera en total–, Propiedad privada (Nue propriété), una madre y sus dos hijos tenían una relación tensa, atravesada por la venta de una casa que le pertenecía a los tres. En dos películas posteriores, Alumno libre (Élève libre, 2008) y Perder la razón (À perdre la raison, 2012), las relaciones humanas también se encontraban atravesadas por el poder: en el primer caso, la dominación se ejercía a través de la admiración y la fascinación (la propiedad privada, en cierto modo, pasaba a ser el protagonista adolescente); en el segundo, a través del capital económico. Después de nosotros –trillado título local para un film que en realidad se llama L’économie du couple o Economía de pareja– tiene un vínculo más cercano con Propiedad privada, aunque aquí la relación clave no es entre una madre y sus hijos, ni entre dos hermanos, sino entre un hombre y una mujer en plena separación.
La pareja en cuestión, Maria y Boris, llevan casados varios años y tienen dos hijas en común. Ella tiene un trabajo más estable que él y, gracias a su familia adinerada, pudieron comprar la casa en la que viven. Él es arquitecto y llevó a cabo la tarea de remodelar la casa. Cada uno aportó algo diferente: él la fuerza de trabajo, ella el capital. Tras la separación, les cuesta definir qué porcentaje de la propiedad le corresponde a cada uno. Peor todavía, él no tiene un lugar estable a donde mudarse, lo cual implica que tienen que convivir durante varias noches y varios días. Maria y Boris ya no se toleran, y esta es la base sobre la cual se construyen todos los otros conflictos de la película. La casa, tercer personaje en discordia, es el marco de casi todas las escenas. No hay mirada fulminante, grito o palabra hiriente que se desarrolle fuera de ese hogar que ya no es y que, sin embargo, en cierto modo, tiene que seguir siendo a la fuerza.
Hay otro elemento clave que emparenta a Después de nosotros con Propiedad privada y las distancia, a su vez, del resto de la filmografía de Lafosse: ambas son películas “de interiores” con una estructura reiterativa, casi circular. Si ya en Propiedad privada las discusiones constantes construían un clima agobiante, acá la apuesta se redobla: la mayoría de las peleas son trilladas, asfixiantes en su cotidianeidad, y al no haber grandes clímax de tensión el ritmo se termina volviendo cansino. Es una película de una hora cuarenta minutos que parece durar más de dos. Esto, sin embargo, no es un problema –o, al menos, parece una decisión consciente del director–: Después de nosotros logra transmitir el cansancio de las parejas enfrentadas, el agotamiento que genera convivir día a día con un otro intolerable. La violencia nunca es física, aunque sí está cargada de gritos y reproches. Las miradas tienen un lugar central (por ejemplo, en la escena de la cena con amigos, tal vez la más tensa de la película). Lo mismo ocurre con los cuerpos cansados –sobre todo el de Bérénice Bejo–, que cargan con esos años de convivencia convertidos en rechazo.
Algunas escenas se distancian de esta dinámica asfixiante: hacia el final, por ejemplo, padres e hijas bailan la canción “Bella” de Maître Gims, momento que funciona como un breve interludio de calma y goce en medio de la tormenta y, a la vez, aporta una nueva mirada sobre la familia en proceso de destrucción. Luego del baile, Maria y Boris se reencuentran en la intimidad, con placer y algo del cariño que en alguna época indudablemente se tuvieron. Pero las cosas no son tan fáciles; como sabe cualquiera que haya estado en pareja, un momento de ternura no soluciona problemas de fondo. Es un logro del equipo de guionistas (el más amplio de la filmografía de Lafosse: él mismo, Fanny Burdino, Thomas van Zuylen y la escritora Mazarine Pingeot) que en esa corrosión, en esos enfrentamientos constantes, no haya una preponderancia moral o intelectual de ninguno de los dos: ella es pura tensión y límites, él parece más relajado y, en consecuencia, capaz de disfrutar algunas situaciones con cierto distanciamiento. En el fondo, los dos están igualmente afectados, y por cada situación en que Boris –el también cineasta Cédric Kahn– golpea con su frialdad emocional, Maria incomoda con gestos o palabras de desprecio que parecen fuera de lugar. El resultado es un juego de suma cero. A los personajes, parece decir Lafosse, no tenemos que juzgarlos por sus sentimientos.
El correlato de esta frialdad, estos gritos, esta confusión emocional que atraviesa a Después de nosotros es la casa que habitan los protagonistas. Una casa que es parte de la disputa por partida doble: porque es un bien en juego en la separación y porque es el escenario de todo lo que ocurre dentro del film, y de un pasado –ese nosotros de la traducción argentina– que sospechamos amoroso, aunque se nos presenta como una incógnita. La incógnita del amor entre Maria y Boris también es parte de la película y se construye en los planos que Lafosse le dedica a la casa, tanto cuando está habitada como cuando no lo está. Esas habitaciones vacías no implican grandes interrogantes existenciales sino un misterio más cotidiano: el del uso que se le da a los espacios, la idea de que los lugares se ven afectados por los vínculos humanos que allí se construyen. El hecho de que la casa sea aséptica en su belleza, un poco como las casas de las intrigas burguesas de Claude Chabrol, refuerza el vínculo entre el aspecto emocional del drama de pareja y la adscripción social del conflicto económico que –parcialmente– lo impulsa.
Las relaciones de poder y los enfrentamientos atraviesan el cine de Lafosse y, sin embargo, en cierto sentido sus películas parecen ligeras, porque la tensión del relato y de las actuaciones no se refuerzan con una tensión desde la puesta en escena. El cineasta belga sigue la tradición de franceses como Jacques Doillon o Maurice Pialat, quienes construían dramas emocionales –y, cada tanto, escabrosos– sin grandilocuencias estéticas ni grandes crescendos narrativos. La distancia de la puesta tiene que ser justa. Si se trata de dramas “a escala humana”, como diría Hong Sang-soo, el espectador también tiene que ser humanizado, no manipulado por la construcción del relato cinematográfico. Después de nosotros no funciona como una acumulación de discusiones ni se sostiene en actuaciones histéricas. Al apelar a la cotidianeidad en la exposición de los vínculos, la narración por momentos se resiente; el film se vuelve demasiado frágil y, en consecuencia, le cuesta sobreponerse a los altibajos. Esto, sin embargo, no es un problema serio. Su ritmo es el de la dinámica agotadora de las parejas en conflicto; la repetición se vuelve dolorosa y molesta. Llegado cierto punto, uno sólo quiere que Después de nosotros se termine: es un camino poco placentero, un callejón sin salida; es triste y desesperante, como darse la cabeza contra la pared una y otra y otra vez.