Balance crítico de un matrimonio joven.
En un perfecto ejemplo de economía de puesta en escena, la cámara del director belga casi nunca abandona los ambientes de la casa de una familia al borde de su desintregración.
Cuando el arte cinematográfico adquirió cierto grado de maduración narrativa y formal, la sacrosanta institución del matrimonio (en cualquiera de sus acepciones legales, formales o simbólicas) comenzó a ser analizada hasta el desmenuzamiento. Autores modernos como Ingmar Bergman o Michelangelo Antonioni –por citar apenas dos grandes nombres– han hecho del retrato de su erosión y desintegración un tema recurrente en una parte importante de sus filmografías. Después de nosotros, por lo tanto, podrá caer en algún que otro pecado, pero nunca en el de la originalidad. El nuevo largometraje del belga Joachim Lafosse, que venía del registro mucho más expansivo, maximalista incluso, de Les chevaliers blancs, regresa al tono intimista, de puertas adentro, de films previos como À perdre la raison (nota: ninguno de estos dos últimos títulos tuvo estreno comercial en la Argentina). Tan puertas adentro que la cámara prácticamente no abandonará los ambientes de la casa y el patio de la familia integrada por Marie Barrault, su esposo Boris Marker y sus dos hijas mellizas.
El extenso plano-secuencia que abre L’economie du couple (el título original es mucho más seco, preciso e incisivo) es un perfecto ejemplo de economía de la puesta en escena al servicio de la descripción de los elementos que el film irá desarrollando con el correr de los minutos. Un plano general muestra una parte del living y la cocina justo en el momento en el que Marie (la franco-argentina Bérénice Bejo) regresa a casa junto a sus hijas, de unos nueve o diez años, después de un día de escuela como cualquier otro. Las actividades son cotidianas y cualquiera que tenga hijos podrá sentirse identificado: hay que cocinar algo rápido al tiempo que se baña a las niñas, que no siempre parecen dispuestas a acatar las órdenes en tiempo y forma. Pero algo interrumpe ese flujo de por sí nervioso: la presencia de Boris (el actor y realizador Cédric Kahn), hasta ese momento oculto a los ojos de su esposa y del espectador. En el breve y cortante diálogo que sigue, el film deja en claro que esa pareja se halla en un avanzado estado de separación y que la vida en común bajo un mismo techo todavía existe por cuestiones meramente económicas. “Hoy es miércoles. No te toca. No podés venir antes de que las chicas estén dormidas”.
Las discusiones y peleas que atraviesan los cien minutos de proyección describen sucintamente los corolarios del desamor, la extinción de la pasión e incluso del cariño. El desprecio, podría decir Godard. No hay aquí demasiados gritos, mucho menos golpes, pero las palabras hirientes rebotan incansablemente entre los personajes adultos, como así también las discusiones acerca de quién aportó más dinero o trabajo a la hora de edificar eso que suele llamarse hogar. Resulta evidente que Lafosse y sus dos coguionistas le prestaron particular atención al tenor y desarrollo de los diálogos y que el realizador puso un especial ahínco en la construcción de un realismo basado en gestos, señales y movimientos. La tristeza, la desesperación momentánea y la resignación de los personajes –en palabras de Marie, el no poder soportar siquiera la manera de moverse del otro, transformado paradójicamente en un extraño– acompañan la llegada de ese tiro del final de toda pareja a punto de distanciarse, que en el caso del film no es otra cosa que un giro algo melodramático del relato.
“Antes había gente que sabía reparar una heladera o un lavarropas. Ahora todo se tira. Lo mismo con los matrimonios”, dice la madre de Marie en un momento de tensión. Pero Después de nosotros no está interesada en adoptar una posición moral u ofrecer una receta que solucione los problemas: sus virtudes y sus limitaciones están marcadas por la idea del cine como construcción realista de una descripción, de una serie de síntomas en busca de un diagnóstico. Como Kramer versus Kramer hace varias décadas, el film de Lafosse vuelve a demostrar que el ser humano es capaz de lastimar profundamente a aquellos a los que más se ha querido y que los que más sufren a largo plazo son precisamente aquellos que parecen ajenos al origen del conflicto, los hijos. Aunque eso, por supuesto, va de suyo.