El amor cuesta caro
Filmada a partir de una puesta de escena teatral, (casi todo transcurre en un mismo espacio), el director belga Joachim Lafosse, realiza una delicada y cruda disección de una pareja en pleno recorrido del deterioro de lo que fue y nunca más será.
Para eso utiliza la cámara a partir del manejo de la misma y de los encuadres, no como elemento de registro, sino como un lápiz que va dibujando los espacios y haciendo uso de los tiempos internos de los personajes tal cual un barril de pólvora. Algo está por estallar, siempre y constantemente en ambos, a veces de manera simultánea.
Después de 15 años juntos, María Barrault (Berenice Bejo) y Boris Marker (Cédric Khan), padres de dos niñas, decidieron, no de común acuerdo en principio, separarse. Pero la economía familiar - el título original es “L’Economie du couple”, (La economía de la areja)`-, no permite que esto se concrete de manera fáctica.
Ella fue quien compró la casa en la que viven con sus dos hijas, pero fue él quien la remodeló completamente.
Ahora se ven obligados a vivir juntos allí, ya que Boris no tiene ingresos propios como para hacer frente a pagar un alquiler, ni a sustentarse la vida. Ella, por su lado, cuenta con medios propios para eso y del respaldo económico de su familia de origen.
Es por ello que ni pueden ponerse de acuerdo a discutir sobre qué es de quién y por qué, lo trivial se hace presente para generar discordia, pelea, como si estuviese siempre presente el viejo refrán “donde hubo fuego, cenizas quedan”, pero en éste caso refrendando la imposibilidad de reconstruir algo, lo que sea, desde las cenizas, cuando lo que provoco la incineración fue la decepción del otro.
Trabajada desde los silencios, clima seco dado por la casi ausencia de banda musical, sólo un par de momentos de un fragmento de una pieza en piano, diseño de arte y dirección de fotografía en tonos fríos, salvo algunas escenas en que están presentes la niñas.
Un elección del cómo, un planteamiento estructural dueño de formalidad tan inquebrantable como adecuada, lo que termina por darle una percepción univoca del desamor, todo puesto en un mismo espacio instalándolo como un campo de guerra, el problema es que por momentos el frente de batalla son las niñas.
Pareciera que María estuviese recitando constantemente a Luis de Góngora:
“Déjame en paz, Amor tirano,
déjame en paz.
Diez años desperdicié,
los mejores de mi edad,
a ser labrador de amor
a costa de mi caudal”.....
Al mismo tiempo que Boris hace coro de Ligia Piro cuando canta:
“Ódiame por piedad yo te lo pido
Ódiame sin medida ni clemencia
Odio quiero más que indiferencia porque
El rencor hiere menos que el olvido”...
Ninguno de los dos puede hacer foco en otro lugar, menos percibir lo que entonan sus hijas en soledad:
“Lucha de gigantes
Convierte
El aire en gas natural
Un duelo salvaje
Advierte
Lo cerca que ando de entrar
En un mundo descomunal
Siento mi fragilidad
Vaya pesadilla
Corriendo
Con una bestia detrás
Dime que es mentira todo
Un sueño tonto y no más
Me da miedo la enormidad
Donde nadie oye mi voz....
..¿.O es que acaso hay alguien más aquí?”
El filme tiene como base sólida, donde pararse para erigirse sin flacideces, un guión excelente en tanto desarrollo de los acontecimientos y diálogos, pero como columna vertebral las sublimes actuaciones de la pareja protagónica, lo mismo sucede con la performance de las niñas, donde se hace evidente la mano del director y la presencia de Marthe Keller, siempre sugestiva y subyugante así pasen los años.
El final depara sorpresa, por corte de registro espacio temporal, aunque nunca deja de ser distante, frío como la letra de la ley.