DESTELLOS LIBERADORES
Mediante montajes fragmentados, saltos temporales y cuerpos en un estado de resistencia permanente, María Clara Escobar desnuda el vínculo agotado de una pareja que tiene un hijo pequeño. Absorbidos por la rutina y el deber ser, ambos difieren de manera sistemática en las conversaciones –en apariencia triviales– de cada mañana. No se miran a la cara ni perciben al otro cuando hablan, más bien ocupan un espacio específico dentro de la sofocante cocina delimitado por líneas invisibles y por cierta idea de roles: él está sentado en la mesa o frente a la heladera abierta; ella calienta el agua o se ubica en la silla del costado. Las posturas, incluso, evitan cualquier contacto y, si por casualidad coinciden en un gesto o lugar, enseguida algún recurso cinematográfico genera la idea de que conviven en mundos paralelos. La directora no vacila en dejarlo claro: Israel y Laura se diferencian por las formas de experimentar sus deseos frente a los mandatos sociales y, en la puja, ella –como representación del colectivo femenino– queda ahogada o a merced de las voluntades ajenas. En medio de semejante agobio, brota una revelación visceral. Ya no hay tiempo para la contención, ahora se vuelve imprescindible recuperar la libertad. Como el agua que sigue cayendo sobre la taza y rebalsa sobre la mesada.
Para conseguir la autonomía, Desterro se construye a través de los choques. La película consta de tres capítulos que aparecen de manera desordenada. El primero es “Somos los mismos”, luego pasa al tercero “El cuerpo de Laura” y finaliza con el segundo “Todo estará bien”. Un recorrido que parte de la distancia máxima entre los dos disfrazada de rutina hacia una visión más completa de cada personaje y la reconfiguración de ambos con un fondo revelador. La historia primero se centra en él, en cómo debe lidiar con la repentina ausencia de la mujer en tanto hombre y padre y en la corrosiva burocracia para recuperar el cuerpo de Laura. Mientras que el episodio final intenta restituir lo que sucedió con ella durante el viaje a Argentina.
Otro de los impactos se concentra en los diálogos. Frente a la parquedad de las charlas cotidianas, incluso aquellas con tintes existenciales, las partes tres y dos saturan de información. El desborde de Israel en la secuencia que se desliza por la ciudad o los primeros planos de las mujeres en el micro son los grandes ejemplos. El tono y la lente cambian: todo fluye rápido y con visión directa. Ya no se evita nada, al contrario, todo se expone en su máxima crudeza. El hombre se pierde frente a un sistema que lo engulle de todas las maneras posibles; por su parte, los relatos de las diferentes pasajeras conforman un corolario de paradigmas que descomponer. Resulta curioso que la brasileña se apoye en los medios de transporte –el autobús de larga distancia o el subte, al principio– como los vehículos literales y narrativos para las confesiones.
El último tiene que ver con los movimientos. Antes de ejecutar cualquier acción, los cuerpos figuran rígidos, inertes. Se muestran incómodos, como si no pertenecieran a los lugares donde suelen emplazarse o si aguardaran para ser maniobrados por algún ventrílocuo o titiritero. Y, de repente, Laura baila sin parar en un bar perdido en la ruta o Israel corre sin rumbo en medio de la oscuridad al compás de la música. La aceleración se apropia de los músculos derribando las prisiones propias y las externas.
El gran inconveniente es que estas oscilaciones terminan por erosionar el discurso. Entonces, la película se carga de frialdad y pesadez, en lugar de confrontar los estereotipos y las rigurosidades sociales. Las herramientas cinematográficas pierden toda fuerza narrativa y/o visual y la cárcel de infusiones, tostadas y yogur se instaura en cada rincón, aun sin la puesta en escena del inicio. Los hilos invisibles sujetan, una vez más, a los cuerpos obligándolos a actuar contra su voluntad. Ya no queda ni una chispa errante, todo es un ciclo de anulaciones cada vez más entumecidas.