REVINCULARSE En Buena suerte Leo Grande, la directora introduce a los personajes de espaldas. A primera vista, él aparenta ser un espectador más a la espera del inicio de la película ya que el plano pecho sólo permite ver un fragmento de la camisa, las manos sujetando el cuello y un gorro amarillo. La calle queda como un telón de fondo, lejana. ¿Qué estará mirando? ¿Buscará alguna respuesta en ese no lugar? Ella, por el contrario, se muestra de cuerpo completo y ligeramente inclinada hacia la izquierda. También se sitúa en un no lugar –un cuarto de hotel– y aún sostiene la valija de mano y la cartera, como si acabara de llegar. Si bien esos encuadres duran escasos segundos, sugieren que algo externo, quizás en el fuera de campo, permanece oculto porque ambos parecen marionetas que, de golpe, se ponen en funcionamiento. ¿Hace cuánto están en pausa? ¿Qué los detiene? ¿Quién los activa? Ese clic resulta tan sutil que corre el riesgo de pasar desapercibido. Por eso, Sophie Hyde crea un juego de planos y contraplanos que desemboca en el primer encuentro en la habitación. Se trata de un diálogo indirecto pero muy cuidado construido a través del sentido otorgado a los objetos; un nexo que incorpora al cuerpo y a las formas de habitar y habitarse, una vez que los dos se descubren en la intimidad de las cuatro paredes. Leo se define como un vendedor de servicios y usa la prenda de color brillante cada vez que puede sentirse libre, es decir, cuando el personaje armado para sus clientes –que le da el nombre al film– se encuentra silenciado u oculto, al igual que los fantasmas del pasado. Pero ser un creador de fantasías y complacer a los demás requiere de una regla valiosa: invisibilizarse. Por esta razón, se saca el gorro antes de acudir a la cita y volverá a utilizarlo recién cuando llegue el momento indicado. Mientras que Nancy, antigua maestra de religión y reciente viuda, está atrapada debajo de la ropa y siempre deja cerca el pequeño equipaje, como si fuera una turista de su propia vida o estuviera lista para huir. Se mira al espejo, toma un sorbo de alcohol, se cambia los zapatos pero la extrañeza sigue acechándola. El conjunto sexy y el listado de deseos por cumplir se pierden el mismo instante en que los considera como requerimientos para tachar. El control, el aburrimiento y las ordenanzas se instalan en el fondo de la maleta con rueditas llevándola una y otra vez a negarse el goce, a domesticarse. Los movimientos mecanizados del marido y los orgasmos fingidos pesan tanto como el tapado oscuro que lleva el día que conoce a Leo. Aunque, también es cierto, que los abrigos pueden quitarse y que una cama o un espejo pueden convertirse en nuevos guardianes de secretos. Por último, el teléfono actúa como el gran conector de la trama. Su función primordial es la confirmación de los encuentros en un plano ajeno para el público pero indispensable para el avance de la historia. Además, contribuye a la creación de los ambientes en una puesta en escena casi teatral, donde cada elemento, espacio y encuadre poseen un valor intrínseco que se suma al sentido del conjunto y se lucen en el momento correcto. Por ejemplo, la escena donde bailan al compás de la música que Leo pone en el celular o los llamados de la hija de Nancy, que interrumpen la charla y la magia del encuentro. Y, así, el móvil les recuerda que hay un afuera, que ellos no son dos desconocidos que se sienten atraídos por azar, sino que son personas que aceptaron estar ahí y que tienen edades, miedos y experiencias de vida diferentes. Este enlace con la realidad –con aquello que ambos tratan de evitar o controlar– es lo que lo vuelve un catalizador. Hyde maneja las variaciones de los climas con la precisión suficiente para que los mismos diálogos y la puesta pongan en jaque los límites autoimpuestos. De esa manera, el autodescubrimiento se torna inevitable y, con él, la posibilidad de relevarse, espantar a los fantasmas y, tal vez, adueñarse de nuevos objetos.
DESDOBLAMIENTO REFORZADO Desde los créditos iniciales, Maximiliano Schonfeld plantea el concepto del doble como un rasgo natural y posible tanto dentro del relato cinematográfico como en la realidad. Incluso, se podría pensar que ambos universos se fusionan hasta el punto de volverse indistintos. Basta con el primer gesto del director: colocar los nombres de las personas que participaron en la película en espejo y, luego, al derecho, como si el giro desde lo confuso hacia lo legible le brindara un carácter nuevo a aquello revelado. Y es que ese movimiento –bastante subrayado – presagia lo que ocurrirá entre Jesús y Abel, una vez que éste último comience una suerte de viaje iniciático tras el accidente en la ruta de su primo. El aura resplandeciente del joven fallecido, la despedida del pueblo, las plegarias bajo la lluvia o los rituales de los amigos funcionan como las condiciones de posibilidad de la transposición, mientras que el duelo de los padres en conjunto con la falta de rumbo del adolescente habilitan el pasaje orgánico entre el Abel que usa la ropa del primo o se acuesta en su cama hacia el Abel-Jesús que es reconocido por el perro o compite en el auto de carreras. Se trata de un camino que empieza lento, casi por casualidad o aburrimiento, y que termina como una obsesión atormentada con un fuerte anclaje visual pero con ciertas faltas u omisiones en el desarrollo interno del protagonista, de la familia o de los amigos. Por otro lado, el uso de los fueras de campo o, por ejemplo, la escena de las motos en plena noche cerrada atravesando la ruta parecieran retomar el guiño del inicio de Jesús López, como si aquello no visto o fragmentado jugara con la mixtura entre la ficción y lo que sucede más allá de la pantalla. Como si, a final de cuentas, los que miran y los mirados no pudieran distinguirse entre sí.
JAQUE VISCERAL Ya sea a plena luz del día o en medio de la oscuridad más cerrada, dos mujeres se arrodillan sobre sí mismas bañadas en el mar con la respiración contenida. Si bien una aguanta el aire bajo el agua y la otra lo hace presionada por un dolor insoportable, comparten el mismo código: el amor puro. Un afecto construido a lo largo de los años anclado en la completa consciencia de la otra, de su cuerpo, de sus pensamientos, de sus sensaciones en un nivel casi onírico y que desdibuja las diferencias sociales que el resto subraya a cada instante. Incluso en dos momentos y situaciones tan disímiles, parecen fetos dentro del útero, protegidos y entrelazados por el contacto directo con ese líquido y por el mecanismo creado de forma orgánica que las convierte en madre e hija y, a veces, en una misma persona. El nexo es tan profundo que Sara es la única que la llama ‘Yari’, como si con ese apodo le otorgara una identidad distinta a la niñera, perteneciente sólo al mundo que ambas comparten; mientras que su familia la reconoce como ‘Santa’. Pero un accidente devenido en tragedia empieza a resquebrajar todo. ¿Qué sucede cuando lo que parece especial se torna ordinario o sombrío? ¿Cómo lidiar con la culpa o con un corazón hecho añicos? ¿Hasta qué punto se puede luchar contra los orígenes y la división de clases? La argentina Silvina Schnicer y el catalán Ulises Porra proponen un doble registro del tono y la puesta en escena. El primer tramo de la película explora el lazo sincero entre Sara y Yarisa mediante flahbacks, el día a día en la opulenta casa y la voz en off de la joven. Las miradas cómplices, los mensajes por celular, las alusiones al agua, la importancia de la naturaleza y esa comunicación tan especial que hasta le genera envidia a Mallory, hija biológica de la mujer. Los planos son grandes y ellas suelen quedar como apartadas entre la gente. Mientras que en la parte posconflicto ya no queda lugar para el ensueño, todo es realidad cruda y silencio. Los gestos cómplices y las risas quedan bajo llave en cada cuarto porque ellas necesitan volcarse en sus propios mundos terribles. Los espacios son cada vez más asfixiantes, lo omitido aprisiona a todos los personajes y la pertenencia a distintas clases acapara el centro del relato enfrentándolos desde las esencias más arraigadas. Hasta el agua se aleja de la idea transformadora para convertirse en un modo de condena. Hacia el final, Carajita intenta recuperar parte del tono anterior a través de la resignificación de algunos elementos o simbologías aunque ya nada será lo mismo. Algunas batallas se pierden porque los contrincantes son demasiado astutos u orgullosos como para permitirse flaquear, otras porque el oponente resulta tan despiadado que es imposible provocarle algo más que rasguños y también porque hasta el amor más sincero puede estar en peligro de extinción.
DESTELLOS LIBERADORES Mediante montajes fragmentados, saltos temporales y cuerpos en un estado de resistencia permanente, María Clara Escobar desnuda el vínculo agotado de una pareja que tiene un hijo pequeño. Absorbidos por la rutina y el deber ser, ambos difieren de manera sistemática en las conversaciones –en apariencia triviales– de cada mañana. No se miran a la cara ni perciben al otro cuando hablan, más bien ocupan un espacio específico dentro de la sofocante cocina delimitado por líneas invisibles y por cierta idea de roles: él está sentado en la mesa o frente a la heladera abierta; ella calienta el agua o se ubica en la silla del costado. Las posturas, incluso, evitan cualquier contacto y, si por casualidad coinciden en un gesto o lugar, enseguida algún recurso cinematográfico genera la idea de que conviven en mundos paralelos. La directora no vacila en dejarlo claro: Israel y Laura se diferencian por las formas de experimentar sus deseos frente a los mandatos sociales y, en la puja, ella –como representación del colectivo femenino– queda ahogada o a merced de las voluntades ajenas. En medio de semejante agobio, brota una revelación visceral. Ya no hay tiempo para la contención, ahora se vuelve imprescindible recuperar la libertad. Como el agua que sigue cayendo sobre la taza y rebalsa sobre la mesada. Para conseguir la autonomía, Desterro se construye a través de los choques. La película consta de tres capítulos que aparecen de manera desordenada. El primero es “Somos los mismos”, luego pasa al tercero “El cuerpo de Laura” y finaliza con el segundo “Todo estará bien”. Un recorrido que parte de la distancia máxima entre los dos disfrazada de rutina hacia una visión más completa de cada personaje y la reconfiguración de ambos con un fondo revelador. La historia primero se centra en él, en cómo debe lidiar con la repentina ausencia de la mujer en tanto hombre y padre y en la corrosiva burocracia para recuperar el cuerpo de Laura. Mientras que el episodio final intenta restituir lo que sucedió con ella durante el viaje a Argentina. Otro de los impactos se concentra en los diálogos. Frente a la parquedad de las charlas cotidianas, incluso aquellas con tintes existenciales, las partes tres y dos saturan de información. El desborde de Israel en la secuencia que se desliza por la ciudad o los primeros planos de las mujeres en el micro son los grandes ejemplos. El tono y la lente cambian: todo fluye rápido y con visión directa. Ya no se evita nada, al contrario, todo se expone en su máxima crudeza. El hombre se pierde frente a un sistema que lo engulle de todas las maneras posibles; por su parte, los relatos de las diferentes pasajeras conforman un corolario de paradigmas que descomponer. Resulta curioso que la brasileña se apoye en los medios de transporte –el autobús de larga distancia o el subte, al principio– como los vehículos literales y narrativos para las confesiones. El último tiene que ver con los movimientos. Antes de ejecutar cualquier acción, los cuerpos figuran rígidos, inertes. Se muestran incómodos, como si no pertenecieran a los lugares donde suelen emplazarse o si aguardaran para ser maniobrados por algún ventrílocuo o titiritero. Y, de repente, Laura baila sin parar en un bar perdido en la ruta o Israel corre sin rumbo en medio de la oscuridad al compás de la música. La aceleración se apropia de los músculos derribando las prisiones propias y las externas. El gran inconveniente es que estas oscilaciones terminan por erosionar el discurso. Entonces, la película se carga de frialdad y pesadez, en lugar de confrontar los estereotipos y las rigurosidades sociales. Las herramientas cinematográficas pierden toda fuerza narrativa y/o visual y la cárcel de infusiones, tostadas y yogur se instaura en cada rincón, aun sin la puesta en escena del inicio. Los hilos invisibles sujetan, una vez más, a los cuerpos obligándolos a actuar contra su voluntad. Ya no queda ni una chispa errante, todo es un ciclo de anulaciones cada vez más entumecidas.
INSTINTO ETÉREO Encerrada en sí misma y con el cuerpo cada vez más descolorido, casi traslúcido, Ana encarna al espectro que vaga sobre la Tierra con una tarea pendiente. Repite de manera automatizada las acciones cotidianas como preparar la comida, ir a su local de arreglo de ropa o acostarse y siempre, antes de salir, acomoda un pequeño adorno de caballos y echa un vistazo al espejo. Por costumbre, como un tic o, tal vez, una invocación silenciosa para romper con el sofoco. Si bien la mirada parece ausente, por momentos está muy alerta: espía desde las rendijas de la ventana a los chicos en la calle o vigila la entrada/salida del hospital para saciar su deseo de verdad. Una verdad negada durante 18 años. ¿Dónde está el cuerpo de Stefan? ¿Realmente nació muerto o la médica, los policías y el mismo Estado la engañaron desde el principio? Según la placa final, Cicatrices se basa en hechos reales que confirman el robo y la adopción ilegal de niños tras la guerra que dividió a Yugoslavia. Una operatoria donde doctores y enfermeras avisaban a los padres que sus hijos habían nacido muertos o con alguna deformidad, les prohibían verlos alegando traumas y, unos días más tarde, les notificaban el fallecimiento. Mientras que los registros oficiales presentaban fallas y/o contradicciones en los datos personales o con parte de la información duplicada, los casos denunciados quedaban truncos y las búsquedas familiares o a través de asociaciones eran abandonadas. Miroslav Terzic plasma ese bucle asfixiante gracias a un trabajo en capas. Desde lo temático incorpora gradualmente aspectos del funcionamiento familiar de la protagonista en sintonía con los estados anímicos. Por ejemplo, la primera vez que ella se levanta está sola en la cama. Al rato, el marido llega a la casa y conversa sobre la jornada de trabajo nocturno. Hacia la última parte del metraje, el matrimonio comparte el lecho. Desde lo visual construye planos cortos cerrados –en especial, medios, primeros planos y detalle– con colores pálidos o mediante el juego de luces y sombras entre el interior de las viviendas y el exterior. También a partir de la vestimenta holgada de Ana en tonos marrones o azules reforzando la idea fantasmagórica. Y desde lo sonoro aumenta o aplaca sonidos de acuerdo a la perspectiva y reflexiones de la mujer o a través de diálogos más o menos expresivos. Tal es el caso del ruido ensordecedor de la máquina de coser dentro de la tienda, las charlas cotidianas entre padre e hija frente a la parquedad de la madre o el silencio en la calle cada vez que Ana camina absorta en sus pensamientos. De hecho, la lenta progresión hacia el sonido ambiente de algunas escenas genera una suerte de dos realidades paralelas: el mundo y el universo íntimo de ella que, sin pedir permiso, intenta apropiarse del otro para atraparlo y absorberle la esencia. La búsqueda de la verdad con información fragmentada, las amenazas tanto verbales como físicas y la esperanza como motor conllevan a nuevas especulaciones y teorías. ¿Cómo separar la fantasía de lo real? ¿De qué forma influye el deseo? ¿Es cierto que en el detalle se encuentra la clave? El director juega con esta posibilidad hasta el último minuto sin aventurarse a una respuesta única. Quizás la plegaria dio sus frutos.
FLUJOS VISCERALES Sensaciones que derriban, que se contradicen, que engañan, que vacían, que se vuelven ilusiones, que irrumpen, que inundan el cuerpo y la mente poniendo en jaque lo terrenal, lo supuestamente sólido. Lola convive con un frenesí interno que le arrebata la voz y la capacidad de sentir, dejándola prisionera de su piel hasta el punto de intentar huir, en vano, de aquel sofoco. ¿Cómo seguir contemplando un reflejo tan extraño de sí misma? ¿De qué manera sostener una estabilidad quebrada? ¿Cómo reconciliar a la mujer con la madre bajo la mirada de los hijos? La ópera prima de Sabrina Moreno propone un abordaje tripartito. Primero trabaja con el plano más concreto dentro del relato, es decir, los lazos familiares y de pareja en las vacaciones, sin que influya la rutina ni el hogar. Y lo hace a través de una postal muy argentina: Mar del Plata, donde resulta muy poderosa la identificación con los paseos por la peatonal, la rambla, las estatuas de los lobos marinos, los días de playa, los alfajores Havanna e, incluso, las noches de videojuegos y fichines. Frente a cierta alegría y libertad en los lugares públicos, la directora opone la tensión en el cuarto matrimonial, la cercanía entre los hermanos o las pequeñas discusiones por el orden. Este es el contraste más evidente entre el afuera y lo privado, ya que los otros dos atraviesan esos ámbitos pero dentro de la protagonista. Luego opera el tratamiento comparativo entre sus sentimientos y los ciclos de la naturaleza. Para eso, Moreno se vale de varios motivos que se repiten a lo largo de la película. La tormenta que amenaza el cielo casi al inicio de Azul el mar, el sol –tanto al amanecer como en la puesta– parece referir tanto a una angustia por ese tiempo muerto como a una súplica, a una posibilidad remota de transformación, mientras que el agua se presenta en dos versiones: por un lado, la ola que rompe hasta convertirse en espuma, como el estallido previo a la paz interior o la puesta en voz para aliviar el ahogo; por otro, los cuerpos de ella y de sus hijos flotando, como una simbiosis de los cuatro en el útero, una unión eterna y, a la vez, una forma de equipararlos a pesar de la diferencia de roles y edades. Por último, una suerte ciénaga bajo los pies de Lola, que la atrapa sin dejarla avanzar y surge de imprevisto. La tercera y última capa da cuenta del mundo onírico y de los recuerdos con fronteras demasiado sutiles, incluso, asemejándolos. Ya desde el comienzo predomina una estética volátil, nebulosa, con tonos pasteles que aluden a la ambigüedad. Este efecto se consolida mediante las duplicaciones o juego de espejos de numerosas escenas que suponen un pasado dichoso u otra felicidad posible en un contexto diverso. Un confusión que le exige al espectador de una mirada dispuesta y del empleo atento de sus propios sentidos en la travesía para reconectar las facetas de la protagonista y aplacar el torbellino que le hizo vibrar arrebatadamente cada célula del cuerpo hasta quedar fluctuando libre, liviana y en armonía con la multiplicidad de mundos. Por Brenda Caletti @117Brenn
DESPOJOS VISCERALES Con la mirada levemente perdida y el cuerpo alicaído, Marcos Roldán advierte cómo se le escabullen la carrera y el resto de vida al otro lado del vidrio, en esa unidad de cuidados intensivos que tanto recorrió durante 20 años. Lo que antes era experiencia y profesionalismo, de pronto, se convierte en ocaso y descuido. Ahora, se asemeja a un espectro que deambula entre las lúgubres instalaciones del hospital o engulle solo la lata de arvejas diaria. “Tenía las venas muy finitas –intenta excusarse cuando Gabriel entra a la oficina–. Nunca me pasó”. Éste pretende consolarlo, sin embargo, el reflejo de un paciente en la camilla proyectado sobre el torso del hombre –en una suerte de mundo lejano– acentúa el sentimiento de quiebre. A Marcos no le queda más nada, mientras que el nuevo enfermero promete juventud, simpatía, cordialidad; incluso, luce más alto que él en la escena, como si se impusiera tácitamente una renovación natural. Ya desde el inicio de La dosis, el protagonista es despojado de los lazos afectivos y de la zona de confort hasta volverse preso de alucinaciones y trucos mentales. Los cajones y muebles vacíos del departamento dan a entender el abandono reciente y su sistema emocional termina en jaque tras la llegada del compañero comprador y el emergente triángulo entre ellos y Noelia, colega y amiga. Cuando ambos frentes lo sumergen por completo en la soledad, el director embiste otra vez quitándole también su secreto, el último vestigio identitario. Descubierto y aturdido, Marcos se transforma en testigo y cómplice de las decisiones arbitrarias de Gabriel y no puede escapar de la red de juegos de dobles y espejos, engaños, ambigüedades, jeringas letales, sinfonías de los aparatos médicos, luces tenues y pasillos desiertos. Inspirado por una noticia de 2012 en la que dos enfermeros utilizaron la eutanasia en varios pacientes en Uruguay, Martín Kraut confecciona su ópera prima como una versión libre sostenida en superposiciones de capas de sentido, proyecciones translúcidas y una paleta de colores oscura para crear puntos comunes y de desdoblamiento entre Marcos y Gabriel. La creencia de salvación o condena, que roza las fronteras permanentemente para descubrir las similitudes entre los hombres. O las batallas implícitas entre maestro y discípulo para encarnar / poseer lo del otro cargadas de incógnitas e ilusiones. Y la idea de muerte que sobrevuela durante toda la película a través de reconfiguraciones de sentido como el desposeimiento, el fin de un trabajo o de una época, una mudanza, el abandono, la soledad y el fallecimiento propiamente dicho. Un entramado turbio con múltiples pasadizos falsos que enmaraña realidad con imaginación; un desplazamiento del eje que amenaza con revelar aquello más profundo para no volverlo a ocultar. Por Brenda Caletti @117Brenn
GESTOS VORACES Inspirado en la idea de Isadora Duncan de que “cada uno debe encontrar sus propios gestos” y en la obra La madre creada tras la muerte de sus hijos, Damien Manivel propone una permanente coreografía audiovisual construida a través del desplazamiento de tres cuerpos atravesados por la danza; un encadenamiento de planos detalle de manos, pies, brazos y rostros conectados de alguna manera con la historia de la bailarina y con cierta fuerza visceral e interna adormecida durante la cotidianidad pero que estalla sin tapujos mediante el baile. Un encuentro de movimientos, sensaciones y experiencias que inicia el recorrido de forma individual en cada una de esas pieles hasta convertirse en una única que las contiene a todas –dentro y fuera de la pantalla–, como un velo traslúcido y etéreo que abraza al universo femenino desde la primigenia. Esta división tripartita articula dos aspectos en constante cruce. El primero responde a las múltiples maneras de acercamiento con el lenguaje pero también al rol que ocupan. La película inicia con una bailarina o estudiante que lee y toma apuntes de la estructura de la pieza, que revela una suerte de tejido arquitectónico complejo de las posturas pero también la voz de Duncan mediante los fragmentos en off de la biografía o las imágenes. Ella descompone los elementos del germen creativo, el cimiento artístico sobre el cual nutrirse de esa esencia para confeccionar una mirada propia. Continúa Manon junto a la profesora de danza. Ambas ensayan en la sala donde se realizará la función y, a la vez, trabajan el relato y los sentimientos intensos que la obra conlleva. En una charla, la alumna le confiesa que la audiencia y el escenario fortalecen su performance, que ese es el momento donde halla la plenitud. Resulta curioso que el director mantenga la ejecución fuera de campo para concentrarse en las reacciones del público y en los aplausos finales. Allí, la cámara sigue por la ciudad a una espectadora emocionada hasta la casa, donde a oscuras y con lágrimas representa una parte de la obra. Ella también posee una libreta con frases de la bailarina y termina por encender una vela a un pequeño santuario. La otra cuestión tiene que ver con las diferentes etapas en la vida de la mujer y los nexos tanto con los cuerpos como con la maternidad. La joven pelirroja vive con la pareja en un pequeño departamento y se mueve como una sombra por los lugares. Posee marcas en las manos y pies debido a la danza y se acerca al dolor por la muerte de los hijos de Duncan mediante la observación en el espejo y el estudio cuidado de libros y anotaciones personales. La niña comprende el pesar de la pieza pero aún mantiene una mirada inocente y bondadosa. Los movimientos resultan un poco más rápidos, a veces, como un juego de reconocimiento consigo misma, con la docente y con los espacios. La toma plena de consciencia parece ocurrir cuando ensaya sola, mientras que sobrevuela el lazo maternal con la maestra, cuyos hijos residen en otros países. Por último, la señora se desplaza con lentitud y ayudada por un bastón. Todo el fragmento denota cansancio y pena tanto en el andar por las calles desiertas como la cena solitaria o cuando se queda dormida en un autobús vacío. La oscuridad dentro y fuera de la casa, el roce delicado con la cortina durante el baile, cierto ritual a la hora de quitarse y ponerse la ropa y el desconsuelo por la tragedia compartida lo potencian. Una trilogía corpórea que se identifica en la diversidad hasta fundirse. Miradas que recuperan el espíritu libre de la coreógrafa para apropiarse de su esencia y reconocerse como linaje. Porque si hay algo que subraya Los hijos de Isadora es que en la variedad y en la búsqueda de los gestos, las sensaciones individuales dan lugar a lo colectivo para estallar en explosiones multisensoriales que no sólo le rinden homenaje a la considerada fundadora de la danza moderna, sino también a la libertad, a lo femenino, a lo originario y al impulso por la vida. Por Brenda Caletti @117Brenn
ESPEJOS INAGOTABLES Como si se tratara de un juego de espías e infiltrados a gran escala, los personajes de La chica invisible se intercambian la piel, mutan, modifican el punto de vista, se exponen, pierden el dominio sobre sí mismos pero sin dejar de corresponderse. Sumergidos en un mundo asfixiante que oscila entre lo virtual y lo cotidiano, se encuentran apremiados por el poder de un ‘me gusta’, por las multiplicaciones infinitas de los registros alojados en la web, por los vínculos, por las embestidas emocionales a través de los comentarios, por la vigilancia constante de cámaras y pantallas, por la soledad fuera del ciberespacio y la búsqueda de refugio en el hogar, entre objetos y recuerdos. Una superposición de cruces y giros que no sólo remarcan la fragilidad de los límites –cada vez más borrosos, naturalizados y reproducidos–, sino también cierta urgencia entre los navegantes de pertenecer, de acuerdo a sus actividades e ideologías, a las categorías de trending topic, famosos, haters, voyeuristas o stalkers. La irresistible promesa del paraíso. Para tejer y validar los reenvíos, el director articula el desarrollo narrativo y la mixtura de tonos con la reiteración de algunos recursos técnicos. Mauro y Daniel se obsesionan con Andrea y cada uno responde según sus recuerdos y manías, mientras que la mujer y Juana, una preadolescente de 11 años, está atrapadas en la red. La primera recae en el alcohol tras descubrir que el video de su peor audición se viraliza en Youtube; la segunda recurre a grabaciones y posteos para volverse visible para el padre. Estos lazos fortalecen la interconectividad y las insinuaciones a un mundo digital omnipresente a través del uso de planos pecho o medios, la alternancia con planos detalle –en su mayoría de manos sobre el teclado o mouse– y la mirada a cámara. Porque no sólo posibilitan interacciones dentro del relato, sino que proponen romper pantallas y dispositivos para invitar a los espectadores a ser parte. Cada frase o gesto dicho hacia la cámara incomoda al sujeto implícito del otro lado, sin nombre ni rostro definido pero inmerso en la misma invitación de pertenencia. Cada sucesión de planos lo impulsa a revolverse en la silla sintiendo que también forma parte de la trama porque espía a Andrea como Daniel y lee junto a Juana el manga del mismo título que la película y, de igual modo, se encuentra rehén y embelesado por el inabarcable universo tecnológico con sus propias inquietudes. Otro de los aspectos interesantes de la ópera prima de Francisco Bendomir tiene que ver con la potencia estética y de puesta en escena. Los espacios contienen tantos detalles y capas que describen a la perfección a los personajes sin necesidad de diálogos o explicaciones como los mini Hulks en la lámpara, los stickers de Mafalda que cubren toda la cocina, los imanes de pizza que sostienen una foto o el uso de la máscara de El juego del miedo con una vincha rosa y orejas de gatito. Las composiciones hipnotizan de tal manera que no pueden dejar de mirarse, como si convocaran a rastrear todos los resquicios y, a la vez, reconocieran esos lugares como viejos amigos. La disposición de los objetos en sintonía con la paleta de colores –incluso en la vestimenta y accesorios– sumado a las guirnaldas de luces crean la ilusión de una obra teatral, que se rearma constantemente frente a los ojos atentos del público o como el esperado reencuentro con un sitio al que se anhela regresar. Hacia el final, la promesa parece romperse. Ya no importan los rótulos ni la pertenencia ni las interpelaciones porque hay algo más profundo que todo aquello que parecía importante. El poder de lo infinito. Por Brenda Caletti @117Brenn
CANAL INTERFERIDO Mientras Mario refriega y enjuaga los platos sobre un balde lleno de agua, el locutor de la radio comparte mensajes para los vecinos: la llegada de un familiar al pueblo, los saludos de una prima que vive en otra provincia o la recuperación del abuelo de uno de los miembros de la comunidad. Luego, comparte las últimas novedades sobre la cumbre del G20. El viraje en el recorte mencionado acentúa la curiosa coexistencia de dos vertientes que parecen en permanente lucha. Por un lado lo cotidiano sostenido en las tradiciones y los ritos como el pastoreo de los animales o las velas y rezos en una suerte de capilla; por otro, la vida influenciada por los avances tecnológicos y la globalización. En el medio, alrededor de cinco mil habitantes curtidos por los fuertes vientos, la considerable altura y unos débiles canales comunicacionales que aún precisan de variantes –como la fogata– para ser eficaces. El director tucumano Luis Sampieri subraya estos contrastes a través de la alternancia de planos detalle y de planos generales bien abiertos que intercala con los llamados en off al centro de atención al cliente para reportar la falta de señal y con la aparición en pantalla de los chats de algunos de ellos. Una composición que encuentra su punto cumbre con la travesía a caballo de Mario –arriero y guarda parques de Amaicha del Valle– y el ingeniero de la compañía proveedora de Internet para reparar los daños de la antena causados por el clima. Un recorrido que intenta plasmar el puntapié de una nueva forma de vida, en la cual ambos polos al fin puedan amalgamarse, más allá de cualquier adversidad. Sin embargo, tras la cortina blanca de Señales de humo, las dos corrientes siguen el mismo curso, en una pugna silenciosa y natural para prevalecer. Por Brenda Caletti @117Brenn