Pueblo chico, infierno grande
Hay una primera parte de Destino anunciado que funciona aceitadamente. Es la que nos cuenta con precisión y sin subrayados la vida de Pocho, un chofer de ómnibus de larga distancia enfrascado en una vida plagada de soledad y rutina. En la descripción minuciosa de los pequeños rituales de este hombre sin atributos evidentes, Juan Dickinson es efectivo: a la vez que pinta un personaje con trazos claros y detalles en apariencia nimios, plantea un enigma con mucha perspicacia. En esa etapa inicial de la historia, ambientada en el norte de la Argentina, hay un clima de tensión bien logrado, un ambiente que luce calmo, pero, por alguna razón, despierta sospechas de que puede transformarse en cualquier momento. Cuando finalmente se transforma, empiezan los problemas. Para el protagonista, un Luis Machín tan solvente como siempre, y para la película, que se empecina en una trabajosa vinculación pasado-presente entre las miserias de la represión en la última dictadura y la extendida práctica de la trata de personas en el país, que se puso de manifiesto en los últimos años a partir del trabajo perseverante de varias ONG y las denuncias en la prensa. Ahí fluyen algunos lugares comunes del esquema "pueblo chico, infierno grande" y ominosos flashbacks recargan de explicaciones a una película que respiraba mejor en la sugerencia, el recato y la economía de recursos. El tópico del lugar donde todos saben algo que no pueden ni quieren decir también denuncia cierta ligereza en el guión. El trabajo de Machín es notable: el arco que describe en su actuación va del empleado riguroso y alienado al hombre enamorado que no repara en riesgos en su afán de justicia. Con solidez, logra hacer creíble ese recorrido que en los papeles suena algo improbable.