Fiesta (sin) monstruo.
Destino final es una fiesta del cine y, como pasa en cualquier fiesta, no se puede invitar a todo el mundo. La quinta entrega deja afuera a todos los que están en contra del cine “pochoclero”, que esperan que las películas de terror transmitan mensajes, que piden un tratamiento psicológico “profundo” de los personajes, que no pueden disfrutar sin más de una muerte a lo gore, que le reclaman verosimilitud a la historia. El director Steven Quale deja bien en claro a quién le está hablando ya en la primera escena: con apenas unos pocos planos, se presenta a Sam (el protagonista) y se plantean las relaciones que mantiene con amigos, novia, trabajo, etc. Esa presentación es velocísima y no tiene por objetivo más que brindar información pura y dura sobre el personaje: nada de relieves, matices o complejidad narrativa. La operación se repite con los otros personajes, incluso apelando a estereotipos como el trilladísimo de la chica inocente y algo tonta en permanente guerra con su contraparte cínica y medio putona. La película muestra las cartas ni bien empezada: lo suyo no es la utilización del terror para deslizar metáforas sobre temas importantes ni la construcción realista de caracteres sino la invención de un mundo y unas criaturas mínimamente creíbles (subrayo el mínimamente) que serán las víctimas de turno de la máquina asesina de Quale.
Uno a uno se los va destrozando, partiendo en dos, mutilando, perforando, aplastando. Es casi como si la película misma estuviera realizada en gerundio: Destino final 5 es una suerte de movimiento constante de muerte y tortura que se interrumpe solamente con los inserts de una historia de jóvenes con problemas laborales y de pareja. Pero más allá de esos momentos de relleno, necesarios para la hecatombe que viene después, hay algo hermoso en términos pura y exclusivamente cinematográficos: si dentro del terror siempre, históricamente, se elogió el uso del suspenso por sobre la exhibición (el ejemplo citado hasta el aburrimiento es La mujer pantera de Tourneur), Destino final pega un giro último e incontestable dentro del género. Ya no hay un monstruo, un asesino, una creación del hombre, sino algo etéreo, inasible e incomprensible (aunque su forma de proceder sea en parte explicada) que aniquila de manera implacable. Con “la muerte” de Destino final (personaje invisible de aires metafísicos) no se puede dialogar o pelear, no hay comunicación posible; si se quiere salvar la vida, no queda otra que seguir sus reglas difusas y, muchas veces, quebrantables.
Sin villanos a la vista ni la presencia agazapada de mensajes políticos, sociales o ecológicos (retirate, Shyamalan), el espectador de Destino final tiene enfrente suyo un banquete nada despreciable: puede reclinarse en su butaca y deleitarse durante una hora y media con muertes terribles, sangrientas e ingeniosas (y cómicas, también) sin temor a que el director venga a aguarle la fiesta con discursos sobre el estado del mundo, la esencia del ser humano, los orígenes de la maldad y demás lastres que son y siguen siendo moneda corriente dentro del género. Así que ya saben: a los que deseen sumarse al festejo, la cita es en el cine, el día y a la hora que quieran.