Una comedia de terror, negra y salvaje
Quien conozca a David Koechner advertirá, en cuanto lo vea, por dónde viene esta quinta Destino final. El tal Koechner es un pelado cuyos papeles no se caracterizan por su fineza, sutileza o delicadeza. Hace de borracho en la versión estadounidense de la serie The Office y suele aparecer, diciendo groserías jurásicas, en las películas de Will Ferrell, Adam McKay, esos tipos. Koechner no cayó aquí por error o casualidad: está claro que el director de Destino final 5 lo eligió porque sabía que lo que estaba filmando no era tanto una de terror como una comedia. Una comedia negra y salvaje, gore y bestial, como las de Ferrell o McKay. Quizá más todavía las de Ben Stiller, si se piensa en Una guerra de película y sus atrocidades cómicas. En eso, en una atrocidad cómica matemáticamente puesta en escena, halla esta cuarta secuela de la serie iniciada hace once años su muy contagiosa fuente de goce.
Escrita por un tal Eric Heisserer (guionista de la última Pesadilla y de la próxima remake de El enigma de otro mundo) y dirigida por Steve Qualen, que se formó junto a James Cameron, Destino final 5 lleva al extremo lo que siempre caracterizó a esta serie: la concentración en una serie reducida de elaboradísimas escenas de ejecución, con todo lo demás (argumento, actores, personajes) como mero relleno. La Muerte cumple aquí el papel que para ella había imaginado el Medioevo: una guacha con guadaña que viene a castigar a la gente, llevándosela del otro lado. Con la diferencia de que aquí no tienen por qué ser guadañas: cualquier cosa que corte, atraviese o aplaste es bienvenida. En esta ocasión, la excusa es un grupo de jóvenes (la Muerte de Destino final se babea por los sub-25) que durante un viaje recreativo se salvan de un tremendo accidente gracias al sueño profético que tiene uno de ellos. Estaban destinados a morir y la Señora no perdona un despecho: de allí en más empezará a liquidar, de a uno y con la mayor saña, a cada uno de los que se le escaparon.
Olvídense de los no-actores, los diálogos de telenovela, las love stories de cartón y las feas rinoplastias. Concéntrense en aquello que a la película le interesa: las set pieces de duración y detallismo maratónicos, en las que se comparte con el espectador la infinitesimal preparación e inexorable ejecución. Quale filma los preliminares a la manera de Brian de Palma: con una serie de eróticos y precisos planos detalle, en los que un tornillo se afloja, un charco de agua se acerca a un cable pelado, un vientito arrima una llama a una cortina. Las ejecuciones las filma, queda dicho, alla Ben Stiller en Una guerra de película. Una atleta patalea en el aire y queda con las piernas donde deberían ir los brazos y viceversa; a un gordito insoportable (gran personaje) lo clavan con agujas de acupuntura, después se prende fuego y finalmente un Buda al que había ofendido le cae en la cabeza. Y así. Ojo, nada que ver con El juego del miedo y esas cosas de pornotortura: lo que proponen estas escenas es un juego compartido, en el que no hay sufrimiento masoca, sino puro disfrute cómico y cinematográfico. En plan bestia, eso sí, si no dónde estaría el gustito.