Torturados y fusilados por los fascistas
Luego de las maravillosas Vivir al Límite (The Hurt Locker, 2008) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty, 2012), la tercera colaboración de la realizadora Kathryn Bigelow y el guionista Mark Boal es una obra igual de intensa y poderosa que las anteriores, aunque con la salvedad de que en esta oportunidad el realismo sucio de antaño está reorientado en términos ideológicos hacia la vereda opuesta: si antes teníamos “hechos desnudos” que en cierta medida convalidaban algunas decisiones/ conductas de las fuerzas estatales de represión por el emplazamiento estratégico que ocupaban sus testaferros en los relatos (lo que dejaba entrever una inclinación a una derecha moderada), ahora en cambio nos encontramos con esa misma dialéctica implacable pero aplicada a un episodio de locura y violencia por parte de los representantes públicos, otrora los paladines de Estados Unidos en tierras lejanas y hoy martirizando al propio pueblo norteamericano (circunstancia que nos acerca a una izquierda que denuncia los múltiples atropellos estatales y sus efectos).
Específicamente hablamos de un drama social con elementos de thriller seco testimonial que se propone la difícil tarea de analizar la Rebelión de Detroit de julio de 1967, una mega protesta que comenzó con el allanamiento a un local nocturno del gueto negro que estaba vendiendo bebidas alcohólicas sin licencia: la policía esperaba encontrar a pocas personas pero hallaron el lugar muy concurrido porque se estaba llevando a cabo una fiesta en honor a dos veteranos de la Guerra de Vietnam que habían vuelto a sus hogares, frente a lo cual los uniformados optaron por arrestar a todos los concurrentes inmediatamente. Pronto la indignación de los vecinos negros, sumada a la segregación general y la brutalidad de todos los días de los efectivos, funcionó como un caldo de cultivo para una serie de saqueos, incendios y disparos desde diferentes edificios que a su vez se retroalimentaron de un sinfín de masacres perpetradas a lo largo de la ciudad por la policía local, la Guardia Nacional y la policía del Estado de Michigan, con un total de 43 muertos y 1189 heridos como resultado.
Ahora bien, la película de Bigelow y Boal limita aún más su esfera de acción y apunta a un acontecimiento específico, el de la tortura y el fusilamiento de negros que se alojaban en el Hotel Algiers, un caso tomado como paradigmático/ ejemplar en lo referido al catálogo de barbaridades, estupidez, ignorancia e impunidad que enarbolaron los oficiales en servicio durante esa noche en busca de un supuesto francotirador. En términos dramáticos la trama se concentra en tres personajes principales que toman la forma de los distintos sectores involucrados: primero tenemos a Larry (Algee Smith), un vocalista de rhythm and blues que ocupa el lugar de las víctimas, luego está el policía Krauss (Will Poulter), típico energúmeno fascista que dispara primero y pregunta después, y en última instancia viene Dismukes (John Boyega), un guardia de seguridad de color que hace las veces del “negro cómplice” de las capas dominantes, algo así como un esbirro bienintencionado que por acción u omisión termina convalidando el accionar de los racistas y homicidas de siempre.
Por supuesto que todos coinciden en Algiers y lo que comienza con un disparo con una pistola de juguete contra los uniformados deriva en la ocupación del hotel, la tortura física y psicológica de todos los ocupantes, vejaciones de toda índole, asesinatos ficticios y reales que se encubren enseguida y la inefable connivencia de todas las fuerzas de represión involucradas, esos cobardes especialistas en mancillar a ciudadanos de a pie sólo por su color de piel, cara, apariencia o por un simple capricho/ gustito personal digno de los psicópatas. La enajenación que retrata la propuesta va mucho más allá del “estado de confusión y paranoia” de las revueltas populares contra las injusticias del gobierno y sus sicarios, porque si hay algo que resulta inobjetable de Detroit: Zona de Conflicto (Detroit, 2017) es su inteligencia y su sentido de la oportunidad -yendo al quid del clásico proceder de los oficiales, soldados y superiores- con vistas a imponerse como un opus que podría contextualizarse en cualquier otro tiempo y en cualquier otra metrópolis estadounidense.
De hecho, la gloriosa ambición de la directora y compañía sobrepasa el facilismo de otros convites semejantes (basado en el detalle de que se opera sobre terreno político ganado, ya que desde la década del 90 los negros gozan de un respeto dentro del país del norte que -por ejemplo- todavía se les niega a los latinos, orientales y musulmanes), porque utiliza al racismo como un elemento más en la dinámica de la exclusión que padecen los pobres y los marginados de la ciudad, un entorno para colmo agravado por la susodicha crueldad y el desenfreno represivo habitual de las “fuerzas de control” (el caso examinado abarca más de tres cuartas partes del metraje y además incluye como protagonistas a dos burguesitas blancas a las que se acusa de prostitución de inmediato, como a los negros se los considera sospechosos y peligrosos desde el primer momento). Es decir, la discriminación racial es una condición sine qua non no obstante está tamizada por la pauperización generalizada del suburbio y el “complejo de Dios” de las autoridades públicas, dos rasgos en extremo atemporales. Con una gran actuación de Poulter como el principal homicida e instigador de la violencia en Algiers, Detroit: Zona de Conflicto es una epopeya magistral que duele en las entrañas porque no ofrece concesiones al espectador a sabiendas de que la soberbia, la brutalidad, el corporativismo, la torpeza y la impunidad son cánceres que se vienen arrastrando desde épocas lejanas y sólo necesitan de una chispa para que exploten en una avanzada verdaderamente popular, en la que indudablemente la anarquía, la destrucción y el pillaje son los más bellos vehículos -y a veces los únicos efectivos- contra los horrendos fascistas en el poder y el ciclo interminable de atrocidades de las que son responsables…