Un delirio que ni siquiera es autoconsciente.
Día de la Independencia no era buena en su momento ni tampoco ahora, veinte años y cientos de miles de gigabytes de cine computarizado después. Envejecido como esos libros de periodismo político coyunturales que a los meses ya se liquidan en las librerías de saldo de la calle Corrientes, el film era un exponente tardío del militarismo de la era Reagan y a la vez preludio de la destrucción masiva de ciudades que las franquicias de superhéroes volverían norma desde comienzos de milenio, todo en medio de una invasión alienígena repelida, cuándo no, por Estados Unidos. Tan estrafalario era el asunto –un intento de “copiar” la tecnología extraterrestre conseguida en Roswell, el Área 51 como centro de refugiados, el presidente piloteando un caza con destreza de Top Gun– que se volvía inevitable pensarlo como una sátira de los tópicos argumentales y temáticos del cine catástrofe. Estrenada dos décadas después de su predecesora, Día de la Independencia: contraataque redobla casi todas esas apuestas, convirtiéndose en algo así como la sátira de una sátira. La única que no sólo no redobla sino que esfuma es la del humor. Y ahí la película, como el enemigo, explota desde sus entrañas.
El maximalismo del realizador Roland Emmerich supera los límites imaginables: la nave madre invasora mide, según se dice por ahí, cinco mil kilómetros de diámetro, algo así como la distancia entre Ushuaia y La Quiaca. El detalle refuerza la apuesta por la grandilocuencia que atraviesa de punta a punta los 120 minutos de un metraje que se siente larguísimo sobre todo en su primer tercio, cuando se disponen las piezas construidas por el alemán y otros ¡cuatro! guionistas. Alguno(s) de ellos debe(n) haberse llevado unos cuantos dólares sin trabajar, ya que el planteo está calcado del film de 1996. Esto es, básica y únicamente, una invasión el 4 de Julio. La diferencia es que los hechos se sitúan ya no en una geografía real y analógica –como sí lo hacía la primera, generando al menos una sensación de cercanía destructiva e identificable–, sino en una futurista habitada por hombres y mujeres que, igual que los argentinos en la era Macri, están felices y unidos gracias a la ausencia de guerras y a que la tecnología humana pegó un salto de calidad enorme después de la primera batalla.
Contraataque es también una suerte de actualización adaptada a los tiempos que corren: Estados Unidos tiene ahora una mujer en la Casa Blanca –a la que matan rapidito para que, claro, asuma un militar–, los chinos tiene poder de decisión en la arena geopolítica y las peleítas espaciales son dignas de las Star Trek de J.J. Abrams pero filmadas con la tosquedad de un Michael Bay. Por ahí también andan el soldado joven, fachero y rebelde que pelea como los dioses, el ahora ex presidente otra vez dispuesto a sacrificarse por la patria y un científico que arranca en África, pasa por la Luna y termina huyendo por el desierto de Nevada en un micro escolar cargado de adolescentes. Si lo anterior suena a delirio es porque lo es. El problema es que Emmerich no se hace cargo de eso, mutando su habitual autoconciencia, irresponsabilidad y tendencia al disparate (ver si no 2012 y El ataque, sus dos mejores películas hasta la fecha) por solemnidad mastodóntica.