Sería terriblemente injusto decir que esta es una mala película. Respecto de los últimos espectáculos de destrucción de Roland Emmerich, es menor (sin dudas El día después de mañana y, sobre todo, 2012, son muy superiores), pero lo máximo que puede reprochársele a este festival desmañanado del rompan todo es su ingenuidad típicamente clase B. Ahora bien: eso no es un defecto sino casi una pequeña virtud. Veamos: la primera Día de la Independencia tiene tres actos -separados por carteles, recordarán- de los cuales el primero es puro suspenso y goce destructivo y los otros dos son la nada misma a puro lugar común. Aquí no tenemos esa estructura y, aunque nunca logra la intensidad suprema de ver reventar a la Casa Blanca (la reconstruyeron igualita y se salva en uno de los gags autoconscientes y físicos más logrados de la película), sí nos permite seguir sin aburrimiento la historia del puñado de personajes en los que elige concentrarse. Hay menos ironía que en la primera e incluso en más de un sentido se trata de un film dirigido a audiencias casi infantiles. Hay héroes y hay villanos e importa poco el antecedente de hace veinte años: lo que hace Emmerich es disponer de secuencias de acción, diálogos de historieta y toda clase de entretenimientos (desde batallas hasta monstruos gigantes) como marco para un pequeño cuento de jóvenes aventureros. No hay más que eso, pero alcanza.