Apología de una película mediocre
A una película como Día de los enamorados uno le puede adjudicar cualquier tipo de catástrofe. Y acertará. Es todo lo manipuladora, melosa, simplista, aleccionadora que uno puede imaginar. Es más, es de esas películas que uno se animaría a comentar sin ver, porque ya sabe de antemano todo lo que puede ocurrir: teniendo en cuenta el registro coral (tan en boga), un chico conoce chica extendido por hipérbole. Pero aquí quiero hacer un paréntesis (sepa estimado lector que el crítico es todo lo manipulador que puede y hasta más aún que el cine que suele odiar. Y cuando un crítico comienza su texto como ha comenzado este, lo que se viene luego es una defensa de un producto entre berreta y medio pelo, pero que por algún motivo le ha resultado simpático. Lo que sigue es la apología más o menos justificada de una película mediocre).
Como decíamos, el film de Garry Marshall dice todo lo que uno puede esperar sobre el amor verdadero, o al menos todo lo que uno puede esperar de un producto de Hollywood repleto de estrellas. Ahora ¿qué pasa cuando la película se asume como un artículo de merchandising sin mayor culpa? ¿Cuando te dice a la cara que lo que vas a ver es una serie de lugares comunes mejor o peor escenificados? ¿Cuando deja en claro que su propio tema, el Día de los Enamorados, no es más que un fenómeno comercial en el que se venden flores, bombones y demás cosas? Contra esa honestidad no hay cinismo crítico que le puede hacer mella.
Día de los enamorados es eso: ni bien comienza, un locutor de una fm de Los Angeles dice que a partir de entonces se escuchará un compilado con las canciones de amor más conocidas. Lo que le sigue es un recorrido por la vida sentimental de más de una decena de personajes que se cruzan por esas cuestiones del guión, y que no son más que arquetipos montados por el imaginario del cine (la aparición de Shirley MacLaine, de hecho, sirve para una cita con la proyección de fondo de Hot Spell, protagonizada por Anthony Quinn y la propia MacLaine) y musicalizados de manera esperable. Pero hay más: Ashton Kutcher interpreta al dueño de una florería y sin pudor se dice que la fecha, el San Valentín, no es más que una posibilidad comercial. La visión transaccional del Día de los Enamorados no es cínica, sino que aporta una pátina de sinceridad que aligera la superficie del relato.
Por tratarse de una idea similar (y pensemos idea no el campo del arte, sino en el de los negocios), Día de los enamorados puede ser comparada con Realmente amor, esa bazofia británica de hace algunos años en la que lo coral servía para unir a un grupo de actores famosos en el marco de la Navidad. Lo que hacía a aquella película realmente intolerable (más allá del primer ministro que interpretaba Hugh Grant) es que suponía al amor como una cura contra todos los males, que incluso podía suspender la muerte y la tragedia. Una película que justificaba su tesis sobre el argumento de que los pasajeros de los aviones secuestrados durante el atentado a las Torres Gemelas sólo se mandaron mensajes de amor a través de sus celulares, habla de una abyección de la que Marshall nunca hace uso.
En Día de los enamorados no hay dolores excesivos, ni tragedias que se tapan con peluches y mensajes de amor. Sí hay algunas historias que se pasan de rosca de sensibles y terminan siendo sensibleras, lo que permite ver el límite de este tipo de productos. También una corrección política que intenta no dejar a nadie afuera: creo que sólo faltó una historia de amor entre mascotas. Aquí cada uno (las estrellas) asume su rol y lo que le toca hacer sin mayores estridencias. Ahí es donde Marshall demuestra que conoce el género, o al menos el cine romántico de receta, ese de las pequeñas películas que uno termina aceptando por simpáticas y no mucho más que eso. Además, bien en la línea clásica del cine norteamericano, el director no quiere aparentar ser inteligente, sino contar decentemente su cuento.
Y eso es Día de los enamorados, un peluche tierno, simpático, acariciable, con un corazón de paño pegado en el pecho que dice “te quiero”, pero que irremediablemente cuando uno crezca lo dejará olvidado en algún armario. Una película inocua, pero sin grande moralejas ni enseñanzas de vida, que tiene la suficiente honestidad como para saberse tal, y apostar exclusivamente a ser esa película que las parejas verán cada 14 de febrero, entre la cena y la cama. Eso es más o menos lo que dice la voz en off que abre y cierra la película. Y se sabe, el que avisa nunca engaña… y en el amor, no engañar es un logro mayúsculo.